«La demandante ciertamente supo del supuesto acoso sexual y sus traumas, si los hubo, en el momento del encuentro en el hotel», afirmó.
María Viñas
5 de octubre del 2017. The New York Times desenroscaba el tapón: «Harvey Weinstein compró el silencio de mujeres acosadas sexualmente durante décadas».
Con aquel artículo, tan valiente como necesario, arrancaba un jueves cualquiera de otoño una nueva era, la del #MeToo, la del miedo encogido, contraído. El silencio, agotado, detonó en una gran voz femenina -por mayoría- y firme. Aprendimos entonces qué era la sororidad, el empoderamiento antipatriarcal, pero sobre todo abrimos los ojos: fuimos conscientes de que el acoso sexual no solo era común, casi una suerte de plaga en determinados ambientes; además era socialmente tolerado, disimulado, enmascarado. En ocasiones, una exigencia, un mal trago que pasar ya asumido para conseguir determinados logros. Los logros se revelaron otros: la independencia, la capacidad para decir no, la posibilidad de llevar estos episodios a una conversación.
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