Divertimento

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

SOCIEDAD

El dilema de enfrentarse a la página en blanco

30 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Ocurre, y es frecuente de hecho, que el escritor de periódicos, como yo, no encuentre sobre qué escribir, que es lo que me sucede hoy. Surge entonces ese conocido horror del folio virgen, el peor temor de todo escritor: el bloqueo. Pero, no nos precipitemos. Mejor me dejo conducir por el flujo del texto, me entretengo contemplándolo como si fuese un río de signos. Me fijo en su curso, en los símbolos mismos, los contornos que constituyen lo escrito. En este punto puede producirse un descubrimiento sorprendente. Y es eso lo que me sucede en este momento. Soy consciente de que en todo lo que llevo escrito existe un elemento no previsto, si bien por el momento no logre distinguir el qué. Solo sé que tiene que ver con el léxico. Lo echo de menos, pero no sé qué es lo que echo de menos. [Y entonces es cuando se me ocurre que, hasta aquí, y salvo en mi nombre, no ha aparecido una sola vez la letra “a”, la segunda más frecuente en la lengua castellana].

De modo que, metidos de lleno en ello, decido seguir con este experimento, que tiene numerosos ilustres precedentes. Porque, si bien en mi texto esto es fortuito, existe todo un género que consiste en esto mismo: en excluir un signo gráfico. Este género tiene precursores incluso desde tiempos remotos. Se dice que en el siglo III Néstor reescribió Homero entero suprimiendo un signo del griego en los sucesivos episodios de sus libros, pero lo cierto es que ese texto de Néstor, si existió, lo hemos perdido. Se dice que Trifidoro Sículo intentó lo mismo en el siglo V, lo que considero increíble si pienso en el deletreo de los nombres de los héroes griegos. Pero sí existen muchos ejemplos ciertos en el curso de los siglos. En el siglo XVIII un escritor portugués publicó cinco curiosos volúmenes, uno sin «i», otro sin «e», otro sin «u» y otro, por supuesto, sin el signo que no puedo decir: Los dos soles de Toledo, que yo leí de joven y me resultó tedioso. Eso sí, me impresionó mucho el esfuerzo, y me dije «pues sí que es un ejercicio difícil, este» (como estoy viendo que lo es). Existen deliciosos ejemplos de excéntricos en este género, como Ernest Vincent Wright, un escritor de los 1930, que quitó de su Olivetti o Underwood el signo «e» con el fin de escribir un voluminoso libro de ficción, o ese lírico loco del siglo XVIII que no solo no escribió en ni uno solo de sus cientos de versos el signo «r» sino que se esforzó en suprimir ese sonido incluso en su dicción con sus conocidos y contertulios.

Pero el modelo supremo de este tipo de juegos lingüísticos tiene que ser, sin discusión, El secuestro de Georges Perec, un libro de ficción de 1969 en el que se prescinde por completo del signo «e». Consiste en un grupo de individuos que se ven envueltos en un complejo misterio con un cuerpo y un posible homicidio. Pero lo mejor de todo es que, en el curso del enredo, es el signo «e» mismo el que resuelve el misterio. Leí El secuestro en su momento y recuerdo que, concluyéndolo, me produjo un deseo incontenible de «e», y solo se me ocurrió decir, en un frenesí fonético: «Este Perec es excelente, que se enteren que merece ser célebre». Pero no lo fue. Su texto no se difundió mucho porque solo es bueno como él lo escribió, y si bien se hicieron luego versiones del mismo en ruso, inglés, etc.… difieren un poco del texto primigenio y no se ve todo el virtuosismo de Perec. Lo dicho en un principio: lo escrito nos conduce, el flujo del texto, sus signos, dirigen nuestro recorrido. ¿Somos dueños de lo que escribimos? Depende: somos o no somos (que, por cierto, se lee lo mismo del derecho que del revés).