Las viejas barracas

SOCIEDAD

Ed

Las atracciones de San Froilán se resumían en una: en los espejos deformantes del Salón Chino, parientes de los que había visto Valle-Inclán y que encerraban el esperpento

08 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Esto fue a principios de la década de 1970. El San Froilán de Lugo se celebraba todavía en el Campo da Feira, donde ahora se levantan la estación de autobuses y el monumento a Pelúdez. Allí se podía visitar una atracción que dejaba al público con la boca abierta. Visto desde hoy parece imposible que hubiese un espectáculo así, pero lo había. Se llamaba Chessman, el asesino de la luz roja

Este Chessman no era otro que Caryl Chessman, un criminal norteamericano al que los periódicos habían apodado «el asesino de la luz roja» porque utilizaba una sirena de policía para parar los coches de sus víctimas por la noche. Su ejecución en 1960 había sido muy famosa y controvertida. Tanto que todavía una década después tenía una barraca en Lugo en la que se revivía su ejecución en la silla eléctrica -en realidad, Chessman murió en la cámara de gas, pero eso eran detalles-.

La atracción consistía en que se abría el telón y se veía a un tipo atado a una silla con correas y con unos cables enganchados en los dedos. Entonces, una señora con cara de aburrida (imagino que la mujer del feriante) accionaba una palanca sin mucha ceremonia. El hombre hacía unos movimientos espasmódicos un tanto exagerados y luego se quedaba inmóvil. Los espectadores aplaudían, salían y pasaba el siguiente grupo. Vuelta a empezar. He reflexionado muchas veces sobre el extraño oficio de aquel feriante, condenado a morir una muerte infamante docenas de veces cada día.

Me acuerdo mucho, en general, de aquellas barracas ingenuas, en estos días en que el San Froilán está a punto de terminar y otro año más no he podido ir. Eran espectáculos en los que se había ido a refugiar el mundo de los antiguos cómicos de la legua, del histórico Barriga Verde y los títeres de cachiporra. La televisión los había vuelto anacrónicos, pero era un universo que se resistía a morir, camuflado en esta especie de comentario social y de actualidad.

Pongamos, por ejemplo, El monstruo de Nicaragua. La megafonía aseguraba que había sido hallado en una grieta después del devastador terremoto de 1972, capturado nada menos que por «el gran actor Richard Burton» (!). Luego se produjo otro terremoto en Guatemala y los feriantes no perdieron tiempo en actualizar el número. El monstruo seguía siendo el mismo, pero ahora era «¡El monstruo de Guatemala! ¡Capturado en una grieta por el gran actor Richard Burton!».

Lo de Richard Burton era una buena idea, porque al menos era un nombre que le sonaba a todo el mundo de algo. Desde luego, resultaba más convincente que «el gran explorador mesié Butterfly», el descubridor del «monstruo de tres patas que come hierba». (Yo lo vi un día a través de un agujero en la lona: era una oveja coja).

Me acuerdo de los pilotos del infierno, que sacaban partido del desconocimiento general de las leyes de la física, y en particular de la fuerza centrífuga. Me acuerdo de la india en cueros, el comentario irónico del San Froilán a la era del destape y que, como cabe imaginar, consistía en una mujer con una pluma en la cabeza y un bikini de cuero. ¿Y qué decir de la mujer araña? «¡Come carne cruda!», decía la publicidad con un deje siniestro. Entramos a verla con mi tío José Ángel. Resultó que era la hija del dueño que se disfrazaba de bicho y se comía con ganas una loncha de jamón serrano.

En el fondo, las barracas de San Froilán se resumían todas en una: en los espejos deformantes del Salón Chino, parientes de los que Valle-Inclán había visto en la calle del Gato de Madrid y que, para él, encerraban sutilmente la verdad del mundo, que no es otra que el esperpento.