La ciudad horizontal

nacho mirás fole

SOCIEDAD

Álvaro Ballesteros

Los cipreses de Boisaca crecen larguiruchos como ascensores al otro mundo

19 mar 2012 . Actualizado a las 11:49 h.

Sobrecogen las tumbas que ya no visita nadie, como la de una niña que se murió a los tres años y ocho meses un día triste de 1935. Una fuerza interior más poderosa que yo me tienta a tomar prestado un clavel de un finado que tiene excedente para dejarlo sobre la losa de la pequerrecha. ¿Me castigaría el cielo?

Guillermo me cuenta que mover los ramos está prohibido, pero no se puede bajar la guardia. Incluso hay quien intenta llevarse las flores de los muertos para revendérselas a los vivos. Los cipreses de Boisaca crecen larguiruchos como ascensores al otro mundo. Una señora de luto le da lustre a una lápida y hace buena la inscripción del mármol: «Tu mujer no te olvida».

El epitafio del periodista Diego Bernal (1945-2008) le quita hierro a la parca: «El humor como recurso es la primera arma para sobrevivir, del mismo modo que la sonrisa es el pan nuestro de cada día».

Muchas lápidas son pequeñas crónicas talladas, obituarios telegráficos, periodismo de mármol. Las de los niños hacen daño, porque le quitan sentido a la vida. Algunos tienen juguetes, muñecos, peluches... Dios no tiene aquí oficina de reclamaciones.

En Boisaca hay unas 11.000 sepulturas. Como el espacio está optimizado y en cada una puede haber varios difuntos, el censo aproximado es de 40.000 cadáveres; la población de Narón.

Guillermo es funerario de segunda. Trabaja en el camposanto desde hace once años y lo lleva bien. En el examen que pasó para entrar se aseguraron de que no le diese impresión levantar un cadáver. «Non é certo que sexamos po -explica-, iso son cousas que di a Igrexa. Os ósos están aí, ¿non aparecen tamén os dos dinosaurios despois de miles de anos? Pois os nosos non son menos».

A veces, cuando se levanta a un finado para hacer sitio a otro hay sorpresas. Los cadáveres incorruptos no son exclusivos de la santidad. Guillermo sabe de alguno que, después de veinte años, estaba igual que cuando lo enterraron.

«No que vai de ano está morrendo máis xente nova que maior, de corenta, cincuenta, sesenta...», dice Gil, con cara de preocupación. Mejor tocar madera, aunque sea la de la pala.

La gente tiene maneras bien curiosas de honrar a sus muertos. «Nunha sepultura deixaron dúas copas con champán, a botella e un paquete de Winston», narra el enterrador. A un escritor muy conocido que murió hace diez años le ponen cervezas Voll-Dam y un paquete de Ducados. Y a un músico finado le acompañó durante meses una guitarra. «Tamén hai quen vén facer meigallos, con eses hai que ter coidado», dice Gil.

-¿E cando lle toque?

-Eu non quedarei aquí. Quero ser incinerado e que me boten ao mar de Aguiño.

EN Santiago UN Lunes DE 10 a 12 horas

La eternidad por delante. Guillermo Gil y sus compañeros le ponen el contrapunto de la vida a esa gran ciudad horizontal que es el cementerio municipal de Boisaca, en Santiago. La muerte nos igualará en el trance, pero no en la última morada. Los nichos más humildes contrastan con la grandiosidad de los panteones familiares neoclásicos que flanquean, como chalés adiosados, las calles principales.