29 feb 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

Hay frecuentes noticias de guerras y balaceras, pero nos llegan de lejos. Sin embargo, se reúne en Lugo la Conferencia Nacional de Caza y nos enteramos de que los cazadores de España mandan al aire el plomo de cien millones de cartuchos. La andanada alcanza a pájaros y cuadrúpedos, pobriños, que ellos nunca hacen nada antinatura. Pero esas víctimas todavía van, en parte, a las cazuelas, lo cual es un atenuante para exponer en el debate con los enemigos de las armas. Sus argumentos tienen peso, son coherentes con las nuevas corrientes éticas. Y las escopetas se usan en muchos crímenes. De forma que cualquier día se verán en las armas pegatinas del tipo «tirar mata: ni te acerques». Los cazadores podrían acabar marginados. Ya sufren los efectos de la ordenación del territorio. Hasta mediados del siglo XX, mientras Galicia fue más rural que urbana, la caza venía hasta casa, a comerte los repollos. Y entonces, tú te comías la caza, si le dabas. Ese capítulo de la economía doméstica también alcanzaba su momento de excelencia. Entonces el cazador era un artista, un conocedor del campo que te decía: «Aquí, aquí les gusta estar», o que te contaba hasta los apellidos de alguna perdiz resistente a la puntería. Hoy en día, como lo doméstico y lo cinegético son independientes, casi todos los cazadores se han vuelto artistas, viajeros, que no turistas, porque ellos van a conectarse con la atmósfera, y depositarios de la épica que nos queda fuera del fútbol y la navegación. Habrá que desearles que el arte no decaiga aunque tengan que disparar con gomas, y que nos sigan contando como va el mundo al aire libre. oQuit pernius, caet patimmo bestam, etrum senteru tere