A Guarda, viejas estampas

La Voz

SOCIEDAD

25 ago 2002 . Actualizado a las 07:00 h.

-¿Ves esa muller que está na ventana? Era a cociñeira, e nesa casa estaba o mellor restaurante da Guardia. No 54, cando eu casei, cobraban 36 pesetas por dous platos de filetes con patacas e unha botella de viño do país. Paquillo está jubilado. Su padre llegó al pueblo desde Alicante en un barco de vela para cambiar sal por madera de las serrerías de Camposancos, pero vino un temporal, conoció a una guardesa y aquí se quedó. Ahora el hijo juega al subastado en la Casa del Pescador con otro señor Marcial, Ricardo y Manuel, cuatro cafés y un chupito de licor de hierbas para mojar el puro: «É que non podo beber». Da la risa. En la barra hacen rabiar a una niña colgándole la muñeca de una potera cabeza abajo y los marineros hablan con euforia de pesca y bombos, «un bombo para un de 1,80, non para un pequeno coma ti», los bombos de la Festa do Monte, esa romería sagrada y centenaria que los de fuera de A Guarda están echando a perder. A cincuenta metros, el puerto: gamelas de dos popas mirando a Portugal, Monte de Santa Tecla por medio, y dos calles en ele expuestas al mar. La línea de tierra está formada por edificios estrechísimos, de tres o cuatro plantas, revestidos de azulejos de colores. Feísimos, dirían los entendidos. Preciosos, diría yo. Esta panorámica primera parece salida de un dibujo infantil. Dibujo distinto a los del bar de Ligero, esos murales de pescadores cosiendo redes con ropa de aguas, vestidas de gallegas a la orilla del mar, y una turista pavera saltando de roca en roca con un centollo prendido en el muslo. Era la imagen del turismo de las Rías Baixas cuando Fraga inauguraba paradores. Y todavía pervive. En A Guarda, en A Toxa y en el Parador de Pontevedra, atendido aún hoy por camareras vestidas con trajes regionales mal feitos. Lo distinto es que en este pueblo donde al Miño le dio por desembocar las viejas estampas no caducaron, y en el mismo Ligero las botellas de vino todavía se guardan en botelleros de metal. Y la familia Estévez sigue vendiendo los mismos pasteles que hace cien años, y uno de sus miembros, Teresa, cumple 97 cuidando el mismo jardín; y su sobrino Silverio no deja pasar una Navidad sin enviar miles de postales a otros tantos clientes esparcidos por el mundo, muchos de los que hace cincuenta años ya compraban en la confitería piñas traídas de Hawai, quesos y mantequillas de Suiza, bacalao de Noruega, caviar de Rusia, sopa Campbell`s de Nueva York. A Guarda es una reliquia. Sus islas en el río, los helechos del Terciario localizados por los románticos de Anabam, los astilleros de A Pasaxe, su castillo de Santa Cruz, sus casas de indianos, su citania estratosférica, su barco de Malta, sus pinos. Toda A Guarda es un endemismo más. Por tanto, que nadie se acerque. La hay que preservar.