«Nós saiamos xogar anque estuvéramos morrendo. Agora nada, agora o que hai é moito menisco». Habla Pachó, el fenómeno del Foz, delantero, central «e o que fixera falta». En 1946, en un partido contra el Burela, metió cuatro goles que le cambiaron el rumbo. Fichó por el equipo local, conquistó a una pícara y allí se quedó. Primero como figura del balompié y luego como carnicero. Ahora, cumplidos los 70, vive en un caserón, gasta reloj de oro y entra en los bares con ese optimismo desbordante de quien vivió todo lo que quiso y aún tiene mil ojos para lo que pueda venir. Acababa de comer y en la barra estaba su yerno, empleado de la Aluminia, apurando la última cerveza: «Eu non son coma os obreiros, que comen á unha». A Pachó le da la risa y pone las cosas en su sitio: «!Mentira! Os pobres comen cando poden; os ricos non, lles chega a súa hora e teñen todo disposto». Luego recuerda Foz, la pista (de baile), las orquestas y al armador Tragamares, o Secamares, «que tiña os dous motes, e era moi bo no mar, forte e juerguista». -¿E o seu mote de Pachó? -¡Ai o meu mote!... A min veume polo meu pai, que emigrou a Cuba e volveu falando medio cubano. Cando chegaba un e lle dicía: «e que, que pasou?», que era unha maneira de preguntar, el contestaba «no pachó ná». E quedoulle Pachó, e eu heredei o mote, e a unha filla miña lle chaman Pachola. Mira que nin a muller me chamou nunca polo nome auténtico. Saca la billetera forrada de fotografías de los tiempos mozos. Fortachón, guapo, elegante. Sigue siéndolo. Y lo sabe. «¡Quen collera os vinte anos outra vez!». Suspira, invita al corto y se despide. Va a jugar la partida. Pachó fue la salsa de un día extraño. Burela es un pueblo extraño. Ayer se puso a llover. Y los boniteros no estaban. En el muro de la iglesia alguien clavó el cartel de una empresa constructora. Se casaban unos novios y, al salir, los bombardearon a arroz. Así pasó desapercibido el letrero instalado enfrente de la salida del templo: Pompas Fúnebres. La pareja marchó feliz en un Mercedes blanco con remolque de latas barullo americano. Las campanas tocaban a muerto. Burela tiene siete años de vida, la población más joven de Galicia, ocho kilómetros cuadrados, 8.000 almas -«de Burela Burela, vinte ou trinta nada máis»- y un urbanismo sin identidad. Burela se busca a sí misma. Lo sabe Isabel Otero y lo sabe Lourdes Mendes. Gallega y caboverdiana. Mujeres de marineros. El de Isabel va de cocinero en los arrastreros de Francia. Iba al Gran Sol, pero se cambió. Hace mareas de veintitantos días (jornadas de 20 horas) y pasa en casa tres o cuatro. Pero ahora serán quince. Y ella tiembla. Demasiado tiempo en tierra. El hombre lo lleva mal, no tiene nada que hacer. La mujer lo lleva peor, está demasiado acostumbrada a gobernarse sola. El regreso acaba siendo un trastorno. Y gordo. «Non quero nin pensar cando se xubile». Pero va pasando. Una marea puede traerle 200.000 o 300.000 pesetas, la siguiente nada de nada. El pescado se acabó, los beneficios encogen como esponjas y los armadores empiezan a echar mano de los peruanos, más baratos de tripulación. Aunque queden los de Cabo Verde, los negros, los protagonistas de la integración. Comenencias. De integración nada. A poco que se pregunte por el tema, sale el chiste: «¿Por qué en Foz hai tantos asturianos e en Burela tantos negros?... Porque os de Burela escollimos antes». Es un piropo a los africanos, dicen. Pero Isabel acaba hablando: «Hai moito racismo aquí, moito». Lourdes asiente, pero no se queja. Sólo le irrita que haya niños de 18 años, nacidos en Burela, y aún sin nacionalidad. Cuando se le pregunta si volvería a Cabo Verde no lo duda. «Por mí sí, por mis hijos no». Y acaba: «Fui en diciembre a Cabo Verde, y un día le pregunté a los míos si querían comer. Entonces mi madre me riñó: «Nunca digas si quieren comer, repartes entre todos y ya está. Allí todo es distinto, todo es de todos y yo lo había olvidado».