Mientras los trabajadores pedimos jornadas semanales de 35 horas como meta vital, nuestros niños trabajan 50 horas como mínimo, entre clases, actividades organizadas y deberes.
Si esto le parece excesivo a cualquier padre, ya nos podemos ir preparando, porque ahora que se han aprobado tres reválidas más -selectividad aparte- nuestros hijos se van a sentir como las ocas a las que se les da el pienso a la fuerza para engordarles el hígado, aunque en su caso serán datos y más datos para un cerebro solo preocupado por la mirada de fulano y el último tuit de perengana.
Como madre de dos estudiantes, he visto cosas que creía tan erradicadas como la viruela. De entrada, que estudian lo mismo y de la misma manera que yo lo hice, y por eso a los catorce años ya saben qué son la pepsina, la pancreatina y la lipasa, pero desconocen que el páncreas produce insulina y que no tenerla te convierte en diabético. A los dieciséis, pueden destripar durante todo un trimestre el Cantar de mio Cid y no saber ni un solo título de Gabriel García (que era como algunos de bachillerato llamaban a García Márquez cuando se murió). O examinarse de las características del gótico pero ante una foto de la catedral de León soltar: «¿Barroco?». Al acabar la educación obligatoria no se atreven a llamar al dentista para pedir cita, o reclamar en una tienda si les han dado mal el cambio; no saben decir «no» a una amiga que les propone un plan que les hace sentirse mal, y desconocen la organización política de nuestro Estado.
¿Tiene calidad nuestra enseñanza? Creo que en general no, aunque los profesores y los centros se esfuerzan; pero el currículo es inaceptable, los medios, miserables, y las leyes mutantes, un delirio. La enseñanza obligatoria debería servir para formar ciudadanos autónomos, solidarios, pensantes, preparados para vivir en el mundo real sin olvidar de dónde vienen; con una cultura general básica que les anime a seguir aprendiendo. Porque en eso consiste vivir, ¿no?