Los buses nuevos que parchean los estropicios del transporte público urbano ruedan ya por Santiago, y vaya la diferencia, como podrán constatar los usuarios habituales del servicio. A estas alturas y desde hace más de un lustro, esta transformación tenía que ser total, pero al Concello no le quedó otra opción que recurrir al alquiler de once unidades debido a la exagerada demora del concurso y la insostenible decrepitud de parte de la flota por pura vejez o, más probablemente, por un inadecuado mantenimiento que, vaya usted a saber o a sospechar, pudiera ser inducido precisamente por la falta del nivel de exigencia que correspondería a una concesión renovada en tiempo y forma. En todo caso, la falta o la lentitud de la gestión municipal —los nuevos requerimientos técnicos exigidos por Europa, entre otros condicionantes, no son excusa— tiene consecuencias para el erario municipal, ya que el Concello pagará más de 5.000 euros mensuales por cada uno... a Monbus, por supuesto. Y aun así hay carencias. Por ejemplo, la línea 6A, la que conecta el aeropuerto y la estación intermodal, va llena de viajeros con sus maletas, como es lógico, pero el autobús matriculado este mismo mes no tiene espacio para los equipajes, lo que provoca merma de holgura para las personas, incomodidades y tropezones innecesarios. Eso sí, el vehículo es de plataforma baja y va como la seda. Moraleja: el olor a nuevo del bus no disimula el de óxido que desprende la maquinaria municipal, que el gobierno local no ha sabido engrasar en este mandato, en el que —es cierto, pero tampoco es excusa— ha tenido y tiene que atender múltiples urgencias sociales.