Padres

Xurxo Melchor
Xurxo Melchor ENTRE LÍNEAS

SANTIAGO

20 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi padre se llama José María. En mi infancia me parecía un señor lejano y distante. Como la mayoría de los padres de los niños que nacimos en los gloriosos años 70. Esos en los que el mundo era una selva en la que se luchaba y se sobrevivía sin muchos miramientos por parte de nadie. La primera vez que le sentí padre tenía yo 20 años. Me puse enfermo, muy enfermo, y los médicos no acababan de saber qué me pasaba. Uno de aquellos días terribles, al darle la noticia por teléfono de que seguían sin acertar con el diagnóstico, sentí como su voz se quebraba y lloraba al otro lado. Los 700 kilómetros que nos separaban se achicaron en un segundo y por primera vez le noté cercano. Antes también lo habría estado, pero yo no supe interpretarle. En aquella época era difícil. A partir de ese momento, un puente de comprensión y complicidad me ha mantenido unido a él. No por el apellido. No por el azar de la sangre. No por la obligación de la relación impuesta por la naturaleza. A partir de ese momento quise a mi padre con devoción y siempre me he visto recompensado. Creo que en un planeta con más de 8.000 millones de habitantes ser padre, madre, hijo o lo que sea no es nada especial. No hay ninguna magia cósmica en todas esas relaciones fruto de la mera existencia. Pero, a la vez, son lo único que importa. La única verdad que permanece inalterable, que sobrevive a nuestra vida y nuestra muerte. Somos eso. Hijos de nuestros padres y padres de nuestros hijos. Y eso que es del todo insignificante en el inmenso océano que es la humanidad es determinante en la pequeña pero a la vez llena de vida gota de agua que forma nuestra pequeña existencia.