Expectativas equivocadas

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

SANTIAGO

23 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay noticias en la prensa que, sin ser especialmente graves, preocupan por lo que significan y por las causas que las provocan. Por ejemplo, leímos en este mismo periódico que están aumentando de forma alarmante en Galicia «los hurtos de hijos a padres a través de Internet». Parece que los chicos de hoy van más lejos de lo que en nuestra infancia era un mínimo siseo de calderilla cuando en casa nos mandaban a un recado, y que invertíamos en una golosina o en un helado de cucurucho. Ahora la cosa cambió: el fácil acceso a los datos bancarios de los padres y al pago con tarjeta a través de Internet pone en bandeja a muchos jóvenes el sustraerles dinero a sus progenitores. Lo necesitan para satisfacer esas necesidades ficticias que les crea el consumismo insensato en el que muchos están atrapados. Las redes sociales hoy no han hecho más que poner ante sus ojos una oferta enorme de productos apetecibles que facilita esa falsa necesidad de tener más, de estar a la última, sobre todo en el mundo voraz de la tecnología. Y como el dinero de la paga no alcanza, el camino del hurto se lo soluciona.

Claro que mucha culpa la tienen los propios padres, en lo cual concuerdan psicólogos y pedagogos. Muchos de aquéllos son los primeros consumistas; no se han preocupado nunca de fomentar la virtud del ahorro, sino que lo que importa es estrenar cosas y poder presumir de ello. Hay, además, extendida en la actual clase media y alta, la idea de que los hijos tienen que ser felices a toda costa, y que a ese fin hay que subordinar lo demás. «Yo a mis hijos les daré todo lo que me pidan, si puedo dárselo. Quiero que sean felices», me dijo un amigo un día en que hablamos de esto. Con ese «todo» se refería, principalmente, a objetos materiales de consumo. Y ahí está el error, nos lo señalan los expertos, que ven con preocupación este grave asunto.

Y es que buscamos la felicidad de forma equivocada, desdeñando lo básico, convirtiendo lo sencillo en complicado, olvidándonos de que la felicidad no es un estado estable ni permanente. No somos conscientes de que es la suma de los pequeños placeres lo que logra crear un punto de ánimo edificante, enriquecedor, que nos acerca a eso tan abstracto que llamamos felicidad. Y esos pequeños placeres se encuentran en la vida diaria, pero nuestra torpeza psicológica nos impide disfrutarlos como debiéramos.

Tenemos tan sobredimensionadas las expectativas de la felicidad que no somos capaces de apreciar los placeres sencillos y diarios que nos ofrece la vida, como un par de horas de lectura provechosa, un paseo largo por la orilla del mar o por el campo, practicar un deporte, contemplar tras la ventana cómo cae la lluvia sobre la calle solitaria o cómo llena de vida el campo abierto, escuchar el silencio de la casa, saborear un café caliente charlando con amigos…

Se trata, en definitiva, de lo que ya aconsejaban los sabios filósofos epicúreos: rescatar esos pequeños y cotidianos placeres, gozos y alegrías que tenemos al alcance de la mano, y abandonar todos los espejismos de felicidades prometidas. En este mismo sentido, también Stendhal, el gran novelista francés, ya dejó escrito: «Hay que saber lo que te hace feliz y convertirlo en hábito; y no olvidar que para construir la felicidad se requiere sensibilidad, paciencia, cultura y memoria». No habló de videojuegos ni de tablets ni de megabytes.