Ha tenido un buen detalle el Apóstol Santiago, o más bien quienes le trajeron a golpe de remos, al desembarcar en un puerto gallego y aterrizar en un monte perdido de estos pagos. Y ha sido una suerte que el ermitaño Paio tuviese vista de lince para detectar el sepulcro. La suerte recaló en Compostela, ciudad levantada desde la maleza del Libredón que tiene al Apóstol como santo y seña de su existencia, y en las múltiples ciudades por las que atraviesa el Camino. Si todas esas urbes pagasen un tributo o una renta a Compostela por el beneficio que obtienen de la historia jacobea, la capital gallega sería un potosí. Y estaría muy agradecida a los súbditos tributarios del Camino, buenos paganos.
Fuera de esta perversidad lucrativa, el hecho es que el evento jacobeo está dando de comer, y en muchos casos muy bien, a miles y miles de ciudadanos españoles pobladores de ciudades teñidas de simbología jacobea. Y de magníficos monumentos que sombrean siglo a siglo a miríadas de peregrinos. Ciudades como Carrión de los Condes o Frómista, por ejemplo, tienen el Camino encendido en centenares de negocios y la concha aupada a infinidad de elementos. En ciertas épocas, de cada par de codazos que uno propina en la calle, uno va a parar a un romero.
No solo los negocios obtienen las bienaventuranzas del Camino, sino también las instituciones que tienen a cargo monumentos. Hay iglesias en las que es preciso acudir al monedero para contemplarlas. Este redactor se ha pasado recientemente una mañana observando, previo pago, el medio centenar de capiteles de San Martín de Frómista, y se ha liado siguiendo las reviravoltas y endiablados trazos de la vegetación o de los monstruitos esculpidos por unos genios.
El cronista observó a numerosos peregrinos extranjeros, es de suponer que por no pasar el trabajo de abrir la cartera, detenerse en la puerta del templo y seguir la ruta sin pararse a disfrutar uno de los edenes de la monumentalidad románica. Es como llegar a Santiago, hacerle una reverencia a la Catedral, y regresar al país de origen.
A uno le vino a la sesera la monumentalidad religiosa desperdigada por la capital gallega, a la que el peregrino no puede acceder ni pagando o solo en los horarios limitados al culto. El cura da la bendición y adiós muy buenas. Por contra, el visitante puede admirar detenidamente el interior de la basílica, una de las joyas de la arquitectura mundial, sin tener que soltar más que el óbolo voluntario de los cepillos que otrora recogían manos incontroladas.
Y uno se alegra de no ver fajos de entradas en un mostrador recibiendo a turistas y mochileros, aun siendo consciente la curia de que las finanzas del templo estarían mucho más sanas y relajadas.