La bodega de la aldea

Rocío Fariña

AL SOL

24 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Y todo empezó con una copa de vino, su sabor afrutado, de hipnótico color picota, hizo que, como si de una película se tratara, reviviera la imagen del viñedo de la aldea, de cuando era niña y montaban andamios para recoger las uvas. Uvas de eléctrico color púrpura, de sabor y olor característicos. Aquel olor, aquel lagar artesano donde producían vino para beber en casa. Totalmente prohibido comer o beber en las inmediaciones del lagar, solía decir el abuelo, un hombre serio, alto, de pocas palabras, pues no quería ser esclavo de ellas, que luchaba por mantener la cultura labriega en la casa, desconociendo que la extinción de esa forma de vida era inminente. Que en pocos años él moriría, y no quedaría nada del lagar, ni de la plantación de patatas y maíz anual, ni de las vacas, gallinas, conejos, cerdos y terneros que nacían en casa y les hacían levantarse de madrugada a ayudar a parir a las vacas. El burro dejaría de formar parte del horizonte de la leira de enfrente. Tampoco habría que ir cada dos semanas a mover la piedra de la finca de la fuente, para repartirse el agua del riachuelo entre varios vecinos. Se terminaría la recogida de manzanas de sidra para vender a temporeros. Se olvidarían los paseos al monte de eucaliptos. Sería innecesario utilizar el hórreo para almacenar cereales. No se guardaría la hierba seca en forma de alpacas. Quedaría sólo el silencio de una casa que en el pasado perteneció a labradores, roto por los ladridos de los perros de la zona, por los grillos de verano, o los aviones que cruzaban desde el aeropuerto más cercano. Se sustituiría toda aquella vida humana y animal por el ruido del tecleo de ordenadores y móviles, amparado por el wifi, conseguido a través de un router, ya que la fibra óptica quizás tardaría dos generaciones en llegar a la zona. Sufrió una catarsis al pensar cuánto tiempo hacía que no visitaba a su familia. Demasiados recuerdos agrios, que todavía dolían. Porque las vivencias no las borra la distancia, simplemente las entierra temporalmente, pero con tierra débil que, ante la mínima gota de lluvia o golpe de aire, se vuelve a quedar al descubierto. Empujada por una fuerza sobrenatural, condujo seiscientos kilómetros y llegó a la casa familiar de piedra, y abrió aquel lagar, donde todavía estaba la máquina de pisar uvas, las botellas de cristal, revestidas de neumático, y su madre, siempre esperándola, reacia a dejar aquella casa que tantos recuerdos albergaba, y siempre dispuesta a que los que nos habíamos instalado en la diáspora, volviéramos de vez en cuando a la aldea, para recolocar los pies en la tierra.

Rocío Fariña. Financiera. 37 años. A Coruña.