Me armé de valor.
-¡Qué guapa eres!-, exclamé.
Sus ojos chiribitearon y pareció quedarse sin palabras. A mis mejillas subió un rubor insoportable, tan grande que ella ni me podía mirar, posiblemente por si se contagiaba.
-Chiribitear no existe-, comentó, mientras clavaba sus ojos en los míos y sonreía luciendo su perfecta dentadura.
Yo seguía muerto de vergüenza, pero me atreví a balbucear.
-¿Te he molestado?
Rozó suavemente mi mano, mientras me dedicaba la mirada más cariñosa del mundo.
-No, Diego. Nada de lo que tú hagas o digas me puede molestar.
Después de tragar saliva me envalentoné.
-Entonces, ¿mantenemos la promesa que nos hicimos de niños, de que tú eres mía y yo soy tuyo?
¡Dios, qué vergüenza estaba pasando!
La miraba esperando sus palabras, como si en ello me fuera la vida. ¡Y me iba, por supuesto!
Tras un largo paréntesis -una eternidad- me miró a los ojos, ladeó su cabeza como solo ella sabía hacer, y me dijo:
-Dejemos que el tiempo lo decida.
Esa misma noche -sería mi instinto de supervivencia- me desenamoré…
Pilar Alonso López, funcionaria, 56 años, A Coruña.