Alfonso Argüeso López. 40 años. A Coruña. Ingeniero.
06 ago 2018 . Actualizado a las 22:01 h.En la mente de Yukio Seki se proyectaban los recuerdos más emotivos de su existencia. Desde su feliz infancia creciendo en la ladera de la montaña Tateyama, aquel imponente mastodonte granítico cuya cumbre permanecía nevada todo el año, hasta el día en el que conoció a Akane, la maravillosa niña de ojos cintilantes de la que siempre estuvo enamorado y que acabó convirtiéndose en su esposa. Desde su ingreso en la academia militar, Yukio había destacado por encima de los demás. Sus dotes de buen soldado, la empatía que mostraba hacia sus compañeros, así como el infinito sentido de la responsabilidad lo catapultaron desde muy joven al liderazgo como jefe de patrulla del ejército del aire.
El modelo de instrucción del ejército japonés se basaba en unos principios irrenunciables sobre los cuales giraba la totalidad del dogma nacional. Se trataba de un método ancestral de adiestramiento que consistía en inducir determinadas ideas en los rincones más profundos de la mente de los soldados, para luego, a través de claves internas, poderlas activar en un determinado momento o lugar. Esa mañana Yukio había recibido los tres regalos más preciados del ejército nipón. Se ajustó a la cabeza el pañuelo con la bandera del sol naciente y guardó la catana Muramasa en la cabina del caza mientras terminaba su copa de sake sobre la superficie ardiente de la pista de despegue. La clave banzai había sido activada por su mando superior, y Yukio había partido junto a su escuadrón a sobrevolar la bahía de Okinawa con la misión de arrojarse sobre los buques de la armada aliada que defendían desde el mar el emplazamiento.
Sentado en la cabina de su biplano, donde todavía sentía la poderosa sensación del beso que le había regalado su amada al despedirse esa mañana, escribió la siguiente carta de despedida: «Querida Akane, solo lamento no haber disfrutado más de la vida a tu lado. No te sientas triste, ha sido mi elección».