endemos a pensar que el presente es la estación Termini a la que nos ha traído el pasado. Como si ya estuviese todo hecho, como si el futuro fuese solo un tiempo verbal; como si no existiese la siguiente estación, que en realidad es solo apeadero para unos y enganche para otros. Pero el tren no se detiene.
Por eso algunos cometen el error de acusar a quienes estos días reivindican su derecho al futuro de ignorar y despreciar lo que costó conquistar el presente. Y es cierto, muchísimos de los indignados que acampan en las plazas de toda España no conocieron la dictadura, no vivieron en el pasado un presente oscuro y rancio en el que soñaban un futuro de libertad y justicia. Pero para ellos lo trascendente ahora, como lo fue antes para sus padres, es levantar un espacio en el que la democracia, defectuosa y violentada, merezca conservar su nombre.
Lo importante no es el Twitter ni los mensajes cortos. Eso es solo un instrumento (potentísimo), como lo fueron en su día las redes clandestinas de las vietnamitas de las que salían los panfletos multicopiados. Lo importante es el impulso que mueve a esos miles de personas que se sienten frustradas, moralmente estafadas por unas estructuras políticas, sociales y financieras que se han revelado culpables o cómplices de una crisis que va mucho más allá de la recesión económica. Puede que el movimiento civil no haya sido capaz aún de articular instrumentos para cohesionar sus aspiraciones. Pero no es justo, ni acertado, tratar de despacharlo diciendo que son una pandilla de vacuos consentidos que no saben de dónde venimos. Lo que saben es adónde vamos. Y no les gusta.