La Pontevedra del Café Moderno

FORTES BOUZÁN PONTEVEDRA

PONTEVEDRA

La restauración del edificio tiende un puente entre la República y la Constitución del 78 Desde su fundación (1903) hasta su ocaso (década de los cuarenta) y cierre definitivo (1973), la Boa Vila y el Moderno vivieron historias paralelas. Durante el primer tercio del siglo, mientras el Moderno acogía en su salón grande el nuevo arte del cine y en su salón pequeño a intelectuales y artistas, la ciudad contemplaba la descomposición del sistema caciquil de la Restauración, la movilización política y sindical de la ciudadanía y el ascenso de nuevas ideologías: republicanas, socialistas y galleguistas. A partir de 1936 tanto el café como la vida urbana regresaron, por el túnel del tiempo del militarismo, a los cuarteles de invierno de la reacción. La ciudad sobrevivió pero el café no pudo. Después de unas décadas de vida vegetativa terminó cerrando sus puertas. Hoy se vuelven a abrir, como si se hubiera tendido un puente entre la República y la Constitución de 1978.

28 oct 2000 . Actualizado a las 07:00 h.

La ciudad a la que abría sus puertas el Café Moderno, a comienzos del siglo que ahora termina, seguía siendo una pequeña villa provinciana (22.000 habitantes), pero ya había transformado intensamente su vetusto perfil con la concesión de la capitalidad. Se había sacudido la dependencia señorial de la Mitra Compostelana, derribado las viejas murallas medievales e iniciado el ensanche por la campiña circundante. Contaba ya con alumbrado eléctrico (1888), traída de aguas, recinto ferial, mercado cubierto y un moderno hospital, y estaba enlazada por ferrocarril con la línea Ourense-Madrid (1884) y con Santiago (1899), con el puerto de Marín por un pintoresco tranvía a vapor, y con las principales capitales y villas gallegas por un servicio regular de carrilanas. El centro político-admistra-tivo, en el que se sentaba la Diputación y el Gobierno Civil, símbolos de la capitalidad, el Ayuntamiento, el Instituto y el Grupo Escolar, había sido planificado por el arquitecto A. R. Sesmeros como un amplio espacio abierto, rodeado de jardines y con magníficas vistas sobre la Ría. El centro comercial seguía enraizado en las calles y plazas del recinto histórico, flanqueado por la plaza del mercado, junto al puente, y la plaza de la Ferrería, donde se instalaban los mercadillos feriales. El comercio pontevedrés contaba ya con modernas ferreterías, como Varela, surtidos almacenes de coloniales, como Los Castellanos, y tiendas de moda como La Parisien y La Villa de Madrid. Desde el punto de vista social, la ciudad seguía manteniendo rígidas barreras de clase, lo que le daba un cierto aire victoriano. La aristocracia capitalina tenía su centro social y escaparate urbano en el Liceo-Casino. Las clases medias se aglutinaban en el Recreo de Artesanos, y el mundo obrero pugnaba por sus derechos laborales y salariales pero aún tardaría una década en abrir su primer local social: La Casa del Pueblo, en la plaza del Muelle. El perfil cultural, al que contribuían la prensa y las tertulias literarias, era dibujado por el Liceo y el Teatro del Liceo. Con sus juegos florales, recitales, audiciones musicales y representaciones teatrales eran los auténticos faros culturales de la ciudad. Comenzaba a llevar el timón de estos actos la generación finisecular, que había velado armas en la tertulia de Don Jesús Muruais y alcanzaba por estos años la mayoría de edad literaria. Entre sus miembros destacaban los nombres de E. Labarta, los Ulloa, Francisco Portela, Álvarez Limeses, Said Armesto o el joven Valle-Inclán, que había publicado en la ciudad su ópera prima: Femeninas, y ahora triunfaba en Madrid con su Sonata de Otoño.