O cigarrón sen rostro

Marcos G. Hervella FIRMA INVITADA

OURENSE

Santi M. Amil

28 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Xaquín Lorenzo decía «…o antroido xa morreu, e a xente xa non o sinte nin coñece e polo tanto non pode manifestalo». Aquellas festividades paganas que llegan desde el paleolítico, las saturnales romanas o ceremonias cretenses, o con la estación primaveral despertando, festejar el culto a la tierra y a la fertilidad. De este entroido primitivo queda poco, cada época tiene sus costumbres como consecuencia del progreso del hombre y así unas se van sumando y otras se van perdiendo en este andar de la vida. El entroido dio paso al carnaval. Porque el carnaval es, fundamentalmente y por encima de todo, una expresión cultural. Es un modo de plasmar todas aquellas cosas que quedaron en el recuerdo colectivo de ese entroido arcaico, lo más cautivador para el pueblo, sus bailes, sus juegos, la comida y la bebida compartida, lo festivo y gracioso, sus trajes y máscaras. En esto triunfo y en lo demás fracaso. El carnaval ha de ser una unidad cultural y un estilo de vida.

Hacer un recuerdo del carnaval de Verín comprende mucho más de lo que puedo narrar, pero representa la continuidad de una tradición que los avatares de la vida no lograron borrar. Pero lo realmente importante es el despertar de ese gen hereditario colectivo que se enciende año tras año, como una llamada ancestral en la sangre para recordarnos que el carnaval ya está aquí.

La figura del cigarrón es quizás la más conocida de todas las que componen estas fiestas, es palabra identificativa de Verín y sobre la que gira el carnaval. Llegaron a ser prohibidos a instancia de algunas personas pues «molestan» con sus «ruidos» en las calles e iglesias «ejerciendo impertinencias y desagradables actos petitorios» pero ha sobrevivido al igual que tantas otras cosas profundamente enraizadas en los pueblos. Buscar las raíces ancestrales de tan peculiar máscara resulta poco menos infructuoso, todo son conjeturas, solo sabemos que nuestros padres y los abuelos de nuestros abuelos ya la ponían y que creció como expresión popular de una alegría fugaz, temporalmente libre de disciplinas. El cigarrón es intocable, pero puede ser insultado así que vuelvan a cantar los niños en la calle aquello de: «¡Cigarrón, lapón, mete os cartos no bolsón!».

Escribía Taboada Chivite que en Verín desde el día 1 de enero se permitían las máscaras y si no era el cigarrón quien salía ese día, algún otro enmascarado anónimo lo haría. Cuando por las calles de la localidad suenan las primeras y madrugadoras chocas haciendo eco unas contra otras, un sentimiento de emoción corre entre sus vecinos esperando ver los primeros cigarrones y no una procesión de cencerros y pelucas con paradas de bar en bar, haciendo que hacen. Es de vital importancia señalar que cuando decimos cigarrón no es solamente hablar de una vestimenta sino también de una actitud. El cigarrón no es exclusivo de una plaza a imitación, es mucho más; es amo y señor de calles y plazas. Entre la mitología ancestral y la religiosidad popular se celebra la romería de San Antón el 17 de enero y en su atardecer se oían por primera vez las chocas siempre ligadas a su vestimenta, haciendo su aparición el cigarrón como anunciador de la proximidad del carnaval.

Recuerdo con nostalgia la década de los ochenta, aquellos magníficos cigarrones, eran descomunales, constantes, pesados y ligeros a la vez, insufribles, eficaces, enérgicos. Encargados del orden en esos días. Aquellos que corrían día sí y día también sin descanso por las calles de Verín y no paseaban como señoritos presumidos y ostentosos. Llevaban sus trajes sin postureos, pero con elegancia y brillantez, imperativo llevar la cara tapada y descubrirla solo de forma parcial. Eran una estirpe con sangre en las venas, con nervio ancestral, tenían solera hereditaria. No interesa hacer de cigarrón, hay que serlo, ellos así lo entendían, era una actitud. Habían nacido para eso.

Es toro bravo, lobo hambriento, zorro astuto, perro fiel, águila honesta… en definitiva, el cigarrón es ese animal que todos llevamos dentro. Nuestro yo más primitivo, el oso invernal dormido que despierta en primavera.

En la cuadrilla estaba él, era titánico, grandioso, portentoso, veterano, podía ser mitad dios y mitad terrenal, en su ímpetu hacía retemblar aquello donde pisaba, abriendo calles y desperdigando la multitud. No necesitabas verlo para saber que estaba al acecho, cuando oías sus potentes y pesadas chocas ya era demasiado tarde, no había posible escapatoria. Tan pronto lo dejabas atrás como lo tenías de frente, entonces el restallido del látigo te envolvía en una ola de calor.

Todos le teníamos miedo, aún así ansiábamos ser perseguidos por tan enigmática máscara, porque en el fondo todos queríamos ser aquel cigarrón sin rostro. Aquel caballo firme y tranquilo, pero a la vez salvaje e indomable, aquel cigarrón que en un momento de delirium se desmarcaba e iba por libre sembrando el caos como animal desbocado. Aquel caballo que plasmaba una sonrisa cínica en su careta presentaba admirables movimientos, una elegancia innata, fuego en su galope y respeto por lo que representaba. Aquel caballo era de Verín, era el cigarrón sin rostro.