Esta semana se me saltaron las lágrimas leyendo dos obituarios (y uno que casi lo era, porque contaba la historia de un adolescente con cáncer despidiéndose de sus amigos). Eran personas que no conocía, aunque aquí en Ourense al final siempre conoces a alguien que conoce.
Se me saltaban las lágrimas por ellos, pero sobre todo por sus padres, sus hermanos, sus amigos... Se me saltaban las lágrimas porque sus 34 y sus 41 años no me quedan tan lejos. Nadie debería morir a los 34 ni a los 41. Mierda de vida. También se me saltaban las lágrimas porque tengo miedo a morirme. Quizás no sea un tema oportuno para escribir hoy (cuando tecleo esto es Navidad). O precisamente por ser Navidad es un buen día. Tengo un miedo terrible a morirme. A morirme ahora. Porque se me parte el corazón si pienso en los que se quedarían. Tengo un miedo terrible a que se me muera alguien antes de tiempo. Por eso siempre me inquieta —algo tendrá que ver alguna clase de Literatura Galega en la que nos explicaron a Rosalía de Castro— que las cosas vayan muy bien, por si eso significa que luego van a ir muy mal.
Cuando las muertes son más próximas (alguien de tu edad, de tu ciudad, el amigo o el hijo de...), aunque no sean cercanas, te das cuenta de que te puede tocar en cualquier momento. ¿Por qué yo voy a tener más suerte? Supongo que lo mejor será, en lugar de tenerle miedo a morir, no temerle a vivir.