Me han roto el corazón y he aprovechado para enamorarme un poco más de mi trabajo

María Doallo
Desde el 2019 soy redactora en la sección de Sociedad y Cultura de La Voz de Galicia. Experta en dar noticias buenas (y bonitas). Cuento la historia de personas valientes que hacen cosas

Día 11 y parece que un poquito mejor que ayer. Cuando me sulfuro me falta el aire. Y últimamente me pongo nerviosa con facilidad. Lo que más me gusta de mi trabajo es que me permite descubrir la vida de los demás hasta el extremo. Hasta la raíz que diría Natalia Lafourcade. Hay días que siento que directamente me da la posibilidad de vivir otras vidas. A veces es fascinante. Cuando en una misma semana me mancho de harina para aprender a hacer los mejores cruasanes -los de Anduriña, obvio-, me empapo de la constancia y el entusiasmo de dos mujeres con cuarenta años de trabajo a sus espaldas -Chus y Lola- o me cuelo en la cocina del restaurante más conocido de Trives, y del oriente ourensano, para acabar comiendo riquísimo gracias al nieto de la que fue La Viuda. A veces, en cambio, es angustioso. La empatía en este trabajo tiene esa cara B que no te cuentan en la universidad. Da igual que busques siempre el enfoque bonito -es vox populi que lo hago-, hay historias que te estrujan el corazón sin poder evitarlo. Escuchar a un hostelero explicarte que no sabe cómo pagará las facturas el mes que viene, que la familia de un muerto en un accidente te cuente por qué motivos le recordará siempre o que un paciente de covid reviva contigo lo que sintió cuando estaba en la uci sin idea alguna sobre su porvenir.

Todos tenemos grandes historias detrás que explican lo que somos hoy y es una absoluta maravilla que me deis la oportunidad de conocer las vuestras. Por eso os voy a contar algo de la mía. Algo más de verdad que de costumbre. Hace poco me rompieron el corazón. Tal y como yo lo veo, el chico escaló hasta llegar a él y luego se lio a martillazos. Me es imposible entenderlo y supongo que precisamente es eso lo que hace que me cueste que deje de sangrar. Antes de llegar ahí, claro, me pasé semanas ilusionada hasta el extremo, con los ojos brillantes de fascinación y la sonrisa tatuada en la carita de pánfila. Ya os lo he dicho antes, pero soy intensa por naturaleza, no entiendo de medidas ni de desconfianza. Mis amigos lo advirtieron al tercer día -se me nota mucho- y al cuarto ya lo sabían: «Frena, te vas a estampar». Tal cual. Intentaré escucharles más la próxima vez, aunque tengo un serio problema con los finales y por eso nunca sé en qué momento he de tirar la toalla, cerrar la puerta y no mirar atrás.

Os hablo de esto porque pienso que sufrir no nos hace vulnerables, nos hace humanos. Porque la mierda existe para todos y todos llevamos unas cuantas derrotas dentro. En mi caso no aprendo, así que imagino que me volverá a pasar. Siempre he defendido que el amor mueve el mundo y sería muy hipócrita por mi parte ponerle barreras o filtros. Y eso es lo que trae este tema al día once de diario. Porque estamos encerrados y sin contacto con no convivientes. Por lo tanto, parece que Tinder cada vez aprieta más. Yo prefiero pensar que la chispa puede surgir en el súper comprando aguacates, en el gimnasio antes de sudar como una loca en la cinta -después es imposible- o en uno de esos reportajes que os contaba. Es lo que tiene llegar a la raíz, ¿no?, lo difícil es emprender el camino de vuelta. Tengo que dejar de ver comedias románticas y vosotros deberíais ver más. Una de mis favoritas es Y de repente tú -me merezco por imbécil lo que me pasa-. Os la recomiendo para este semiconfinamiento. Hoy he aprendido que siempre pesa menos cuando es la vida de los otros la que hay que contar. Así que gracias a todos los que nos hacéis posible llenar estas páginas con vuestras historias.