Cuando creímos que ya no podía pasar nada más llegó el apagón

María Doallo
Desde el 2019 soy redactora en la sección de Sociedad y Cultura de La Voz de Galicia. Experta en dar noticias buenas (y bonitas). Cuento la historia de personas valientes que hacen cosas

No soy supersticiosa. Para nada, además. Hombre, no voy por ahí abriendo paraguas dentro de casas o rompiendo espejos, pero lo cierto es que me es indiferente pasar debajo de escaleras, respirar profundamente en los túneles y vestir de amarillo en cualquier ocasión, un color muy favorecedor por cierto, especialmente en verano. Pero admito que hay momentos que se escapan de la lógica general y se ven raros. Justo cuando creíamos que no podía pasar nada más, llegó el sexto día. No llevábamos ni una semana con la ciudad cerrada y nos cae un martes 13, que a mí, a simple vista, me estaba pasando totalmente desapercibido. El día evolucionaba con normalidad. Entre gestionar reportajes y hacer entrevistas. Unas cuantas caras de sorpresa y alegría y alguna que otra mala contestación -sin victimizarme ¿eh?-. Recuerdo -faltaría más, fue hace un rato- que acababa de ofrecerles a mis compañeros bajar a por cruasanes. Creo que he encontrado los mejores de la ciudad, pero eso ya os lo contaré dentro de poco en estas páginas. Por culpa de mi hallazgo llevo con antojo por lo menos dos semanas. Todo un suplicio, de verdad. El tema es que no quisieron. Me parece que más por una cuestión de no engordar que por falta de ganas. Media hora después de este rechazo de azúcar y mantequilla, ocurrió. Justo cuando los tres que estábamos en ese momento en la delegación nos encontrábamos aporreando el teclado sin parar, señal inequívoca de que estás escribiendo en página. De repente, el apagón. Adiós luz, adiós ordenadores y adiós conexión en directo en la radio. Fueron escasos veinte minutos. De llamadas, de bajar a la calle y de escribir desde el móvil. «¿Por qué no fuiste a por cruasanes?», gritaban. ¡Ahora nos vendrían genial! Elvira preocupada por si nos robaban, Moro alucinando después de haber dejado colgados a sus oyentes y nosotros, los tres redactores, intentando comprender qué había pasado.

No recordaba reírme así. Reírnos juntos tan fuerte. Sin decirlo, tanto ellos como yo sentíamos que era el colmo de la situación. Solo podíamos pensar: ¿Y qué más? La luz volvió y, por suerte, el sistema informático recuperó los textos que estábamos escribiendo devolviéndonoslos tal cual habían quedado. Lo cierto es que no pasó nada y solo es una anécdota más que contar en un diario de un martes trece que coincidió en el cierre de la ciudad por culpa de una pandemia mundial. Pero ahora nos hemos quedado a la expectativa de lo que pueda pasar y tengo serias dudas de si mañana me despertaré con un buen puñado de langostas deambulando por la capital. Bueno, lo cierto es que me lo imagino y solo puedo pensar: ¡Qué rico!

Por si la vida real no os vale como entretenimiento mismo, anoche vi lo último de Charlie Kauffman en Netflix. Estoy pensando en dejarlo no ha hecho más que aumentar mi amor por este guionista purista y sólido, complicando al extremo nuestra extraña relación -tenemos una-. Este tío, capaz de inventarse un hermano con el que en su día llegó a estar nominado al Oscar al Mejor Guion por El ladrón de orquídeas, sigue siendo un genio absoluto de las emociones y de cómo generarlas. Angustiosa, sibilina y fiel hasta las entrañas. Así es su nueva película. No es la mejor opción para una primera cita, pero como de eso no puedes tener, pónsela a la persona con la que vivas y a ver qué pasa. Para ir cerrando, lo único que he aprendido hoy es que la vida es capaz de superar a la peor película de ficción.