Quizá lo más normal en una situación como esta sea sentir ansiedad, ¿no?

María Doallo
Desde el 2019 soy redactora en la sección de Sociedad y Cultura de La Voz de Galicia. Experta en dar noticias buenas (y bonitas). Cuento la historia de personas valientes que hacen cosas

Este fin de semana se celebró el Día Mundial de la Salud Mental. Me enteré porque las redes sociales ardían con el tema. Desde el último influencer en llegar hasta el vecino del cuarto de mi prima del pueblo, todos querían sumarse a la causa y la causa no era otra que dar visibilidad a las tan poco aceptadas enfermedades mentales. No soy ninguna abanderada de nada ni me gusta que me clasifiquen. Toda mi vida he detestado precisamente los sacos y las banderas. Parecerá una tontería porque en muchos sentidos son necesarios para hacer fuerza, pero creo que las personas somos tan diferentes que, incluso compartiendo un rasgo o una circunstancia, vamos a entenderlo y desarrollarlo de formas totalmente distintas, en muchas ocasiones hasta de maneras opuestas. Así que no, no me gusta que me represente un todo, porque me liaría a ponerle asteriscos con los que explicar un millón de características concretas. Pero en este punto, el de la enfermedad mental, sí me entran ganas de pararme un poquito. Afortunadamente yo estoy más sana que una manzana -a pesar de que empiezo a hablar como un señor mayor-. Y creo que sufrir un trastorno mental es otra cosa, muchísimo más seria y complicada que tener ansiedad generalizada, una dolencia que empieza a ser tan común a nuestro tiempo que casi deberíamos pararnos a pensar qué estamos haciendo mal como sociedad. Pero está incluida en el saco.

Hoy es el quinto día de cierre de la ciudad para los ourensanos. Para mí es simplemente el quinto día separada de mis amigos, con mi vida social en pause y con todos los planes que comparto con ellos cada fin de semana, envueltos en papel de regalo en un cajón. Sí, tanto ellos como mi familia están bien, libres de covid-19, y eso es, sin duda, lo que más me importa. Pero el tiempo pesa y aunque nunca sea capaz de notarlo, llevo dentro una especie de alarma que se encarga de avisarme del desastre antes de que sea demasiado tarde. Eso es en mi vida la ansiedad. Cuando pienso que estoy bien me dice: tía, estás fatal. Pero el fatal es ella cuando aparece. No me deja dormir, me salpica de migrañas espantosas, me siembra de dudas e inseguridades y o me quita el apetito o hace que me entren ganas de comerme un elefante unas diez veces al día. Eso entre otras muchas. Sé que tú estás igual. Que acostumbrarse a hacerlo todo solo es un coñazo de campeonato e implica bastantes más cosas de las que aparentemente podría parecer. Y a ti, que acabas de empezar hace poco a sentirte agobiado, saturado y temeroso, solo puedo decirte que es completamente normal. Que cualquiera no se caga viendo el avance de la situación y pensando en su abuela o en su madre enferma -o en uno mismo, eh, que este virus no entiende de parámetros-. Imaginando las consecuencias económicas que esto va a traer, y esta trayendo. O simplemente preguntándose cuánto tiempo va a durar este vivir descafeinado, distanciados y repletos de limitaciones. Sé que todo esto pasará antes de que nos demos cuenta y que, al menos, nos servirá para valorar lo que tenemos y para conocernos un poco mejor a nosotros mismos -y a los que nos rodean-. Sea como sea, está permitido pedir ayuda, los psicólogos hacen que dejemos de sangrar y que respiremos más hondo. Mi amiga Clau, psicóloga propietaria de Padilla, dice a menudo que nadie sufre por elección propia, pero, a veces, sí puede decidir cuándo empieza a dejar de hacerlo. Y he ahí la conclusión de hoy.