Pequeño París

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

MIGUEL VILLAR

09 nov 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

El vestido rosa desgastado que aquella señora lucía a las once de la mañana ya delataba tímido que se le habían terminado los días de gloria.

Gloria podría también ser su nombre en realidad, y también podría habérsele terminado. Fumaba mirando al suelo, como si estuviese contando uno a uno los coios con los que alguna mente excepcional había decidido empedrar varias de aquellas calles. Es quizás por eso que nunca nadie volvió por allí. Por los esguinces.

Por el olor a pis de gato también.

Era domingo.

Un rezagado y enjuto señor sin edad ya para el sexo salía cabizbajo del Club, rezando a todos los Dioses existentes para que su mujer todavía no hubiese amanecido. O para que por fin hubiera decidido irse de casa de una vez, librándolo así del irremediable miedo masculino a escapar primero.

Hombres…

Gloria me saludó con la espalda apoyada en el pomo de la puerta de color rojo, bajo las luces del cartel Pequeño París al que la segunda E se le había declarado en huelga hace ya algún tiempo. La E a veces no le importa a nadie.

Le devolví el gesto sin interrumpir mi paseo, consciente de que ella seguía mi recorrido con la mirada desde lo lejos. Quizás para observar por fin un trasero tierno que todavía estaba en su sitio. O quizás es que la mirada ya se le había desgastado hace tiempo de tanto contemplar el techo.

En la plaza contigua, de nombre compuesto y exiguo, las palomas picoteaban correosas los restos del día anterior esparcidos por el suelo empedrado.

Tropecé ignorante con una de aquellas dos mil piedras, cayendo de frente sobre las palmas de las manos mientras Gloria, desde una posición más cercana, se recreaba en una carcajada muda, mirando placentera mi regañeta lampiña liberada de manera involuntaria por la ridícula postura del desplome.

Justo frente a mí una estatua redondeada que se adivinaba con forma de mujer era fotografiada por una matrimonio alemán. O sueco. O de Rouzós.

Lo inteligible de sus palabras no me dejó descifrar el idioma.

Era la imagen abstracta de Obdulia, una señora que durante algunos años -más de los que uno quisiera imaginar- se dedicó a cuidar a todos los hijos de todas las señoras que trabajaban en todos los clubs de todas las calles.

Como una madre universal. Adalid de la soledad infantil.

Y de pronto Gloria apagó el cigarrillo dejándolo caer entre el dedo índice y el dedo anular, casi involuntaria y rendida, y la mirada se le volvió auténtica, y la risa tonta se transformó tan solo en sonrisa.

Me coloqué a su lado con el consuelo en la mano derecha y el abrazo condescendiente en la izquierda.

Volvió en sí sin avisar, en su vestido rosa desgastado, con la expresión inanimada de quien está guardando el futuro para mantenerlo a salvo del presente.

«¿Y tú?, ¿quieres subirte un rato en el tren del deseo ahí dentro?».

Metí de nuevo las manos en los bolsillos y deshice lo andado.

Era domingo por la mañana y aquel maldito suelo empedrado ya me había destrozado los pies.