No llorar

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

PABLO IGLESIAS

19 oct 2019 . Actualizado a las 17:18 h.

No lloré el día que murió mi padre.

Era un 6 de enero.

No respondí la llamada de aquel número extraño y demasiado largo que iluminó la pantalla de mi teléfono móvil. Era el día de reyes, no había ningún regalo en el salón de casa y una insigne pechuga de pollo empanada me esperaba sobre el mesado de mármol rosa de la cocina. Coger el teléfono no entraba en el guión establecido. En mi plan de dejar que la tarde pasase inocente y lenta bajo la manta del sofá.

Otro año sin carbón dulce.

Y aunque en realidad supe lo que sucedía al ver el círculo rojo acentuando como una tilde el icono verde de las llamadas, no lloré aquel día. Ninguno de los días en realidad. No por mi padre.

Sí lo hice por ti. Pero a ti te quiero.

El funeral fue un jueves en la iglesia de Santo Domingo, sin cuerpo presente. Hacía ya muchos años que él había decidido escaparse a Venezuela. Escapar de qué o de quien todavía no lo sé.

Sentencié mi postura en la situación con el empeño firme de no asistir al evento ante la sorpresa de mi madre -su ex mujer desde que me alcanza la memoria- que trató de avivar en mí algunos pocos recuerdos. Tarea inútil. Mi afasia interior fue incluso más taciturna que el silencio sepulcral del armario de mi cuarto.

Repasé una a una todas las páginas del diario imaginario en las que de algún modo mi padre aparecía. Casi siempre como figurante, como un actor secundario de lujo.

Recordé los viajes de domingo a las piscinas de Oira, las carreras descontroladas alrededor de la fuente del Liceo. Jugar con las bolas numeradas del bingo donde trabajaba. El Copetín, sus platos combinados.

Si al menos fuese un lunes quizás el resquicio vulnerable de la resaca podría atacarme en mi despiste emocional. Pero no, ninguna de las veces en que me llevó a ver una película al Teatro Losada fue capaz de voltear mi posición.

Tampoco lloré cuando convirtieron en Zara aquel teatro.

Ni cuando el Bar de Mikel de pronto ya solo era un bar.

Y pensé en su faceta egoísta y desconsiderada de morirse un día festivo, ¡cómo si no hubiese más días! Siempre trastocando los planes de los demás, con esa manera suya que tenía de sonreír cuando llegaba tarde a recogerme, o cuando no llegaba. Cuando me llenaba los bolsillos con bolsas de gominolas del Enredos más grandes según lo que tuviese que compensar. Cuando me dejaba escoger su ropa nueva en La Mole.

Cuando no sabía que yo fingía quererle cuando en realidad era a otro a quien quería.

Pensé en que yo ya había olvidado todo aquello y sentí una necesidad nula de volver a recordarlo. Quizás nadie entendió mi ausencia en la iglesia, pero sentí la libertad que te da deshacerte de un secreto.

Pensé entonces que quizás todos tratamos de recuperarnos de algo que no le contamos a nadie. Que yo lo había logrado al fin.

Aunque fuese sin llorar, aunque fuese el día de Reyes.