Los peores vértigos son los provocados por situaciones o sentimientos ajenos. Ese instante aprensivo que forma un nudo en el estómago y llena la garganta de aire comprimido que no encuentra la salida.
«Yo me sentía fuerte. Me habían atacado unos terroristas, pero yo me sentía más fuerte que ellos. Soy más fuerte porque los culpables son ellos. Yo soy la víctima», respondió José Antonio Gurriarán (O Barco de Valdeorras, 1939) en una entrevista cuando le preguntaron cómo se repuso del atentado que sufrió el 29 de noviembre de 1980. Aquel día el Ejército Secreto para la Liberación de Armenia colocó una bomba en el centro de Madrid. Cuando se metió en una cabina para llamar al periódico y contar lo sucedido, explotó un segundo artefacto que le destrozó las piernas.
«Algo había de curiosidad de un periodista que quiere abrir todas las puertas y ventanas. No quiero puertas cerradas», argumentó en otra ocasión sobre por qué se fue hasta Armenia para entrevistarse con los autores del atentado que casi le cuesta la vida. Cautivado por la curiosidad y desarmado de rencor atravesó Europa para entender. Para deshacer el embrollo.
«Ochenta años le dieron para mucho», pensé cuando me enteré de su muerte mientras desenredaba el nudo que se había trasladado de la garganta al pelo. Neil Armstrong, Dalí, Perón, Maradona, Jacqueline Kennedy o Marina Oswald -viuda del homicida de Kennedy- fueron algunos de sus entrevistados.
Cada vez que se va un periodista pienso en todos los nudos que quedan por desenredar. Cuanto más si se trata de Gurriarán.