Después de la Lambada

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

29 nov 2017 . Actualizado a las 22:16 h.

A menudo parece que el tiempo se come las palabras, voraz, dejando la vida como si todo estuviese dicho ya. Con final premeditado. Pero resulta que, al final, el tiempo solo se come al tiempo.

Como si de coristas de Cats se tratase, durante una época los bares de copas estaban frecuentados por parejas sincronizadas rozando entrepierna contra entrepierna moviéndose a ritmo de La Lambada, el baile prohibido. Antes del perreo, antes de ti.

Traté de convertirme en campeón mundial de Lambada. Colgar engreído cada pantalón roto de cada noche de competición no oficial en la pared de mi habitación como trofeo. Quizás entre el póster del equipo de fútbol y la alineación completa de Los Vigilantes de la playa.

Pero el tiempo se comió a sí mismo. Se comió la moda y casi las entrepiernas.

Las parejas ya no se agarraban al bailar, solo coreaban «alé, alé, alé» con los brazos levantados al unísono, y decidí que era hora de vivir -de beber- de nuevo en la calle. Volver a La Esquina, a U2, a fumar en la ventana aunque ni siquiera estaba prohibido hacerlo dentro.

Me hice amigo de un señor gordo que vendía cerveza y pipas en el portal abandonado de al lado, sentado tras una tabla de madera montada sobre dos bloques de cemento donde apoyaba la barriga que descansaba asomando el ombligo tímido y despeinado.

El Pena, sin invierno ni verano. Sin horario. Pero siempre con el machete escondido bajo el pantalón.

Un poco más abajo otro tipo peculiar regentaba el Judío, una tienducha donde los fumadores de cigarrillos especiales se abastecían de papel de liar, mecheros y saciaban su gula comprando las gominolas por kilos. Las mismas que yo le llevaba al señor gordo de las pipas para matar el tiempo mientras observábamos en silencio a las multitudes danzando arriba y abajo. Brindábamos por la tonta idea de que aquello debía de ser peor que hacer turismo en el infierno.

El Judío era menos hablador. Siempre se quejaba de lo mal que huelen los muertos y si tu atención se despistaba tan solo medio segundo, ya te había vendido el paraguas del tipo que esperaba la cola a tu lado. Cualquier cosa era vendible, menos aquellas panderetas que colgaban de su pared, las que conservaron la misma telaraña habitada por la misma familia hasta el último día. Parecían un trofeo de guerra, o un recuerdo de que para él quizás sí hubo un tiempo mejor. Si preguntabas sonreía y ahogaba toda respuesta en un trago largo a mi cerveza de lata olvidada sobre el minúsculo tablero.

Una noche después de algún tiempo, llegué a la esquina de la calle Luna con Pizarro. Ya no había ninguna barriga asomando desde lejos por encima del mostrador. Tampoco había mostrador. Ni siquiera el edificio era el mismo. Ni las farolas. Ni el muro en el que jugábamos a ser mayores. Incluso el Judío se había convertido en un puesto de perritos calientes.

Quizás en aquella esquina, como en la Lambada, ya estaba todo dicho.