A la calle

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

30 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca me he preocupado mucho por las consecuencias de las cosas, sorteé con pericia todos los límites en situaciones legales e ilegales evitando pequeñas cárceles, ojos morados y pesados discursos moralistas. Nunca me preocuparon, y es por eso que, con motivos lícitos y suficientes en la mayoría de los casos, terminaron por echarme de algunos sitios.

A los 4 años, con la sombra de la dictadura todavía de paseo por la calle Colón, yo cursaba parvulitos -ese capítulo cero que toda serie tiene- en el pequeño colegio Santa María Goretti, que convivía a duras penas con la plaza de los yonkis situada justo detrás. El segundo día le explicaba convincente a mis compañeros que mi madre era homosexual. La profesora, que vestía como aquel libro Guía de la buena esposa le había enseñado, escandalizada llamó a mi madre para que me recogiese de inmediato ante tal comportamiento indecente.

Por el camino le explicaba que si a los homosexuales les gustaban los hombres, ella, por deducción lógica, era homosexual. Se rio, me dio un beso en la pequeña calva de la coronilla que ya tenía de niño y nos fuimos al colegio siguiente.

Las consecuencias me dejaron en paz unos pocos años, o yo a ellas, no lo tengo muy claro. Me obsesioné de manera psicótica por los coches en miniatura, por llegar al parque con el mejor, el más caro, el que ningún padre -el mío incluído- quería comprar a su hijo. Me dirigí valiente y certero al Simago -reconvertido en Champion y Carrefour express en la actualidad- ese supermercado donde vendían cualquier cosa por la que te pudieses encaprichar. Desde unas bragas de cuello alto hasta un disco de Junco. Subí y bajé el pasillo y medio de la sección de juguetes un número incontable de veces, las necesarias hasta que nadie reparase en mi metro y poco de estatura. Cogí el coche deseado, me lo metí dentro de los pantalones y caminé hasta la salida tratando de controlar la compostura, pisando firme con las manos en los bolsillos evitando que los nervios se escapasen entre los dedos. La consecuencia, transformada en guardia de seguridad, me esperaba autoritaria delante de la puerta de cristal automática, me señaló con el dedo acusatorio, el índice creo, y una vez más mi madre, con la vergüenza en la mano derecha y un servidor en la izquierda, me llevó abatida a casa. Meses después nos mudamos de barrio.

Viví en calma una larga temporada. Pero todo se volvió a torcer, esta vez por culpa del licor, esa droga ourensana para pobres. Calculé mal la cantidad y el tiempo de ingesta, mucho de lo primero y demasiado poco de lo segundo, pero como a los diecimuchos nunca es lo suficientemente tarde, el alcohol decidió ir a la discoteca Fifties. No sé si fueron las luces de neón o los bailes epilépticos, pero en menos de lo que dura un segundo las ganas de vomitar llegaron sin avisar en mitad de la pista de baile. El gorila de turno me llevó a rastras al portal de enfrente. Esa vez mi madre no vino a buscarme.