Intensa, barroca y fría

miguel anxo fernández

OURENSE

08 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

«127 horas»

«127 hours». R.?U., 2011. Director: Danny Boyle. Intérpretes: James Franco, Kate Mara, Amber Tamblyn. Drama. 93 min

Sin perjuicio de ser 127 horas un filme considerable, la tendencia del británico Danny Boyle a la desmesura visual (otros prefieren calificarlo de barroquismo), acaba incordiando. Lo que en Trainspotting (1996) encajaba y además sorprendía, en Slumdog Millionaire (uno de los Oscar más devaluados de los últimos años) tenía un molesto tufillo chirriante camuflado bajo apariencia de modernidad. Por lo visto, en esas sigue. El juego inicial de pantalla fragmentada y música ruidosa es más clipero que cinematográfico, muy sospechoso de concesión coyuntural al público joven, como si la taquilla demandara virguerías visuales, grandes panorámicas sobre el desierto de Utah y planos sincopados (aunque con más finura que un Tony Scott, por ejemplo). Como ocurre en las ensoñaciones oníricas del casi agonizante James Franco, atrapado en una sima, con su brazo derecho encajonado por una roca desprendida.

Advertido ese defecto que aleja a Boyle de un clasicismo formal que haría de sus películas recomendables (envejecen muy pronto), tampoco le aleja del grupo de directores virtuosos, fieles a su tiempo, capaces de contar una historia que te clava en la pantalla como es la del tal Aron Ralston, un rarillo apasionado de los deportes de riesgo que en mayo del 2003 tuvo la ocurrencia de salir a pasear en bici por la aridez de Utah y sufrió un desgraciado accidente. En buena parte de las casi dos horas del metraje, acompañamos a Franco (en un papel que le reivindica entre los mejores de su generación) en su desesperación por liberarse. De paso provocará cinco minutos de espanto, filmados con realismo y sin tentaciones gore.

La intensidad de la narración proviene tanto del guión como de la apuesta de Boyle y del realismo adoptado para acompañar a la peripecia vital del protagonista. Si en la reciente Buried, Rodrigo Cortés jugó con el recurso del móvil que permitía al personaje atrapado en el ataúd iniciar numerosos diálogos, Boyle recurre a la videocámara para servir una serie de monólogos que al tiempo engarzan con flashbacks relacionados con el pasado del accidentado. Pero al contrario de Cortés, que da un mazazo brutal al espectador en la secuencia final, aquí Boyle se muestra incapaz de emocionar. Salimos de la sala como entramos, pese a haber disfrutado de un loable ejercicio de estilo.