Confesó Letizia su vínculo con una secta obsesionada con la palabra bien escrita y utilizó para hacerlo un término con una acepción que no recoge la RAE. «No soy la única que tiene esa pedrada», desafió la reina en lo que sonó a reconocimiento patológico ante una audiencia que parecía compartir síntomas. Hizo bien en tirar de argot porque en efecto existe una definición académica de esa obsesión por la coma que se llama síndrome de la pedantería gramatical que algunas personas sufren en silencio y que las conmina a corregir todos los errores sintácticos con los que se cruzan para cabreo del respetable que enseguida les enchufa el más cruel de los apelativos a quien apenas persigue la corrección.
Es curioso que solo en esta especialidad se penalice una excelencia que en el resto de las disciplinas se persigue y se admira. El chucho a ser tomada por cretina es tan serio que en la manifestación más extrema de la pedrada que le ronda a Ortiz las eruditas introducen errores adrede para habitar en la normalidad, no vaya a ser que las confundan con unas ilustradas cualesquiera y reciban el correctivo de la indiferencia o el reproche. Antes muerta que redicha.
Desde ese otro síndrome que manifiesta una prevalencia extrema a partir de una edad, el del cascarrabias, se puede proclamar que esto antes no pasaba de ninguna manera. El desdén con el que se trata al erudito progresa adecuadamente en la era digital en donde, qué curioso, las personas escriben más que hablan aunque sea por WhatsApp y con procedimientos lingüísticos intolerables pero indultados por la mayoría. Y para rematar la faena está el autocorrector asesino, capaz de confundir a la misma Mary Shelley.