Incendios forestales y salud: una cortina de humo
OPINIÓN
Desde su descubrimiento hace 1.500 millones de años, la humanidad ha convivido con la «adoración» al fuego, símbolo de la divinidad. Le sirvió para sobrevivir ante las fieras, los enemigos y el clima adverso, pero, sobre todo, para dar un paso fundamental, la aparición de la alimentación cocida. Los neurocientíficos han demostrado que el número de neuronas está directamente relacionado con la cantidad de energía —expresada en calorías— necesaria para alimentar el cerebro. El fuego permitió el desarrollo de la inteligencia, que dio lugar a que surgiese el hombre actual, en una evolución de miles y miles de años.
Tras la revolución industrial, con todo tipo de nuevos combustibles para producir energía calorífica, es una tremendamente curioso que la gente no haya perdido su fascinación por el fuego, manteniendo su significado cultural o sagrado. Mundo pagano: ritual del culto al fuego como símbolo mágico. Mundo religioso: liturgia del más allá utilizando el fuego como elemento purificador.
Pero un elemento tan trascendental tiene el terrible riesgo de poder quemar a los seres vivos en los espacios naturales y urbanos, tras un accidente o por la mano de un despistado, un insensato o un delincuente. Sin embargo, los que hemos estado en el tratamiento de pacientes quemados sabemos que la mayoría de los pacientes que se queman sufren un accidente doméstico. Con mayor frecuencia una escaldadura con un líquido caliente, la llama que prende la ropa o el contacto con una superficie caliente o un aparato eléctrico o, con motivo de una explosión o por radiaciones no ionizantes, como la ultravioleta, o a través de una radiación ionizante como los rayos X.
En las quemaduras extensas el camino de la curación es largo y difícil. Uno de mis mentores en el tratamiento de los quemados, cuando un paciente se negaba a colaborar le preguntaba: «Solo se queman los tontos y los locos, ¿a qué grupo pertenece usted?». Inmediatamente comenzaba un relato en que desaparecía el rol de villano y aparecían como protagonistas los pacientes tratados en la unidad con el papel de héroes porque se habían quemado tratando de salvar a otros. Santo remedio. Nunca mejor dicho. El paciente se colocaba en la piel de los buenos.
Pero el fuego, además de la quemadura, conlleva otro peligro más, que se ha puesto de manifiesto este verano con la terrible plaga de incendios que hemos sufrido: la inhalación de humo.
Hemos pasado del monóxido de carbono (CO) y las partículas de hollín de principios del siglo XX al daño por el ozono, hasta que en los años 80 se describieron como fracción diferenciada de la contaminación atmosférica las partículas finas, diminutas —se conocen como PM2.5—, y miles de compuestos orgánicos volátiles, que afectan no solo a los pulmones, sino también sistema cardiovascular, inmunológico y neurológico.
Una reciente publicación en la prestigiosa revista The Lancet atribuye 1,53 millones de muertes anuales en todo el mundo a la contaminación atmosférica causada por incendios forestales, tras la exposición al humo, a corto y largo plazo.
Tras las catástrofes, a los políticos les gusta llenarse la boca con sentencias que son humo. No sé si saben el peligro que corren.