¿Quién nos ha pillado en la berza?

Tomás García Morán
Tomás García Morán LEJANO OESTE

OPINIÓN

FRANCIS R. MALASIG | EFE

29 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

El agua que llega a cualquier hogar de Oleiros pasa por A Telva y viene de Cecebre. Salvo quien tenga un pozo artesano, no hay otra opción, porque desde el punto de vista hidráulico la costa ártabra es una isla desconectada de otras cuencas fluviales. Con la energía eléctrica no ocurre lo mismo. Si hacemos el paralelismo con el agua, cuando en un hogar de Xinzo de Limia se enciende una luz, esta energía no necesariamente viene de los cercanos embalses de la cuenca Miño-Sil. Ni siquiera de un parque eólico del Xurés o Monte Faro. Y esto es porque, a diferencia de las redes de suministro de agua, el sistema de distribución de energía eléctrica es una malla única en toda la Península, que bebe de centenares de afluentes (eólicas, granjas fotovoltaicas, centrales térmicas, de gas, nucleares...) y desemboca en nuestras viviendas, empresas e infraestructuras en un infinito meandro elaborado durante décadas por los ingenieros de España y Portugal con la precisión de viejos orfebres. La diferencia entre la luz y el agua es que la segunda fluye lentamente. Y en cambio, la electricidad viaja de la central hidráulica de A Rúa hasta un congelador de pescado en el Puerto de Santa María casi a la velocidad de la luz, valga la expresión.

Del mismo modo que a Francia no le hace feliz que nuestras fresas sean más grandes y más dulces, tampoco le entusiasma la idea de que nuestro sector eléctrico, basado en renovables, hidráulica y gas natural licuado, genere una energía tan barata. Y mucho menos el modo en que esto beneficia a nuestras industrias del acero o el motor. Francia hizo una apuesta por las nucleares, cada día más difícil de sostener, entre otras cosas porque son viejas y obsoletas. Y ahora ve que del sur podría llegar una energía limpia y barata que arruinaría su inversión. Y por eso somos una isla.

Una isla vulnerable y cada vez más difícil de gestionar. El apagón del siglo se produjo el día en el que la electricidad fotovoltaica iba a aportar un tercio del total que se iba a consumir. Algo que jamás había ocurrido. Esta entrada masiva de renovables en el sistema no solo preocupa a nuestros vecinos del norte. El complejísimo sistema de fijación de precios ha llegado a límites kafkianos. Los productores de energía menos barata se han llegado a ver obligados a verter esa electricidad a precios negativos. Es decir, a pagar para deshacerse de ella y no incurrir en otros costes aún mayores.

Ese es el contexto en el que «ayer, a las 12.33 horas, y en un lapso de cinco segundos, desaparecieron súbitamente 15 gigavatios de la red eléctrica, el equivalente al 60 % que se tendría que estar consumiendo en ese instante». Cinco segundos. Súbitamente. El autor de la frase, un indignado Pedro Sánchez, sabe que la energía ni se crea ni se destruye. Solo se transforma. O se deja de transformar (es decir de generar). ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Quién nos ha robado nuestro queso? Será difícil de determinar y quizá nunca lo sabremos. La única certeza es que nos han pillado en la berza, con un sistema eléctrico más vulnerable de lo imaginado, aún bromeando con el kit de supervivencia de Von der Leyen, con los depósitos de combustible vacíos y, a un servidor, sin un puñetero euro en el bolsillo. Fiándolo todo desde hace años al dios Apple Pay.