
Incluso los inmortales, ¡ay!, han de morirse. Ayer se nos fue Mario Vargas Llosa, otro fénix de los ingenios, que ha dejado un patrimonio inmenso para la lengua española y la literatura universal. Hoy, con gran justicia, se le ensalzará por todas partes y se destacará la excelencia de su obra interminable (novela, ensayo, teatro, articulismo), su explosivo talento y su infinita dedicación a la palabra, oral y escrita. Esa de la que dejó constancia a lo largo de sesenta y cinco años de trabajo sin desmayo: desde su primer libro (Los jefes), publicado en 1959, hasta el último (Le dedico mi silencio), de 2023, que leí hace pocos meses.
De entre todas esas obras quisiera recordar ahora una, ni la mejor, ni la más celebre de las que Vargas Llosa publicó —El héroe discreto—, en la que el peruano vuelve a su mundo (el de La casa verde y Conversación en La Catedral) para contarnos la historia de un resistente frente al chantaje al que quieren injustamente someterlo. Escrita con una voluntad didáctica que recuerda a El Discreto de Gracián, la tenacidad frente a ese chantaje es la de las personas valerosas frente a todos los que, grandes y pequeños, la vida pone a algunos por delante. Una tenacidad que es, al fin, la medida de la grandeza o de la pequeñez de cada cual.
El discreto (héroe) de Mario Vargas Llosa («gran suerte es topar con hombres de su genio y de su ingenio», escribe del suyo el gran clásico de nuestro Siglo de Oro) bien podría ser el propio autor hablando de sí mismo. Porque, más allá de su monumental obra literaria, el escritor peruano y español, al igual que su Felícito Yanaque, nos deja también un ejemplo de vida excepcional: el de quien no se sometió nunca a la imposición de las modas literarias ni a la intimidación de las ideas que se llevaban. Vargas Llosa fue cambiando de posiciones —lo que muchos jamás le perdonaron— a medida que fue viendo el grave error de las que había mantenido y decidía corajudamente abandonar.
A riesgo de perder amigos y lectores, cuando el autor de Pantaleón y las visitadoras no era aún uno de los muy grandes, se enfrentó Llosa a la Revolución cubana, al castrismo y a todos sus epígonos, a los que denunció como expresión de un autoritarismo insufrible cuando gozaban aún de un prestigio incompresible entre todos los compañeros de viaje de la perversión ideológica más duradera que el mundo contemporáneo ha conocido: el comunismo. Y al precio de perder la comodidad del ya triunfador (lo que hoy se llama la zona de confort) e incluso su vida, le plantó cara al futuro dictador derechista Fujimori, con quien llegó a competir en las elecciones presidenciales peruanas. Vargas Llosa convirtió esa experiencia, que le marcó profundamente, en un delicioso libro de memorias (El pez en el agua), escrito con ese pulso narrativo suyo inigualable.
Mario Vargas Llosa, portentoso escritor, fue siempre un defensor insobornable de la libertad y de su mayor expresión, la democracia. Esa que, ahora y siempre, algunos quieren «joder», como al Perú, en su propio beneficio.