El percebe resiste en su roca las embestidas del océano, que estos días se vuelven más vehementes y violentas, pero que no logran el más mínimo efecto sobre el crustáceo prehistórico. La vida del percebe es paciente y aburrida, en contraste con la del humano, que anda frenético estos días en que encara la felicidad, la alegría, la amistad, con firme determinación, con el afán de cumplir con su peligroso deber: el de los regalos, los banquetes y los abrazos. Van los días y los destinos de ambos seres vivos —percebe y humano— discurriendo de maneras extremamente diferentes, el percebe con su inacción y el hombre con su frenesí. Pero por la parte del primero se sienten día a día más cercanos los saltos del percebeiro que blande la raspa y el saco. Un día, la piña que constituye el núcleo familiar del percebe es arrancada de cuajo con un golpe certero y allá van el y sus numerosos hermanos al oscuro fondo de la bolsa. Ya no son solo crustáceos, ahora son unos cuantos euros. Lo que pasa entonces se parece a lo de los inmigrantes subsaharianos. En las peores condiciones es llevado de acá para allá hasta que finalmente su valor se multiplica y es comprado por el modélico ciudadano navideño, que lo entrega en casa para que se proceda al percebicidio. En una olla se hierve agua con sal a saturación y se vuelcan los animalitos. Cuando comience de nuevo a hervir se retiran, se escurren, se tapan con una servilleta de tela y se sirven a la mesa. Es entonces cuando, por fin, ambos destinos se unen.