Los dioses siempre habitaban los bosques. Eran tiempos. Ahora, han huido y no se sabe a dónde. Igual se han refugiado en las cajas fuertes de los caudales. La tierra era la mayor riqueza que podía poseer una persona. La madre nutricia. La savia de la vida, el germen mismo de la existencia. Pero todo se desmorona. Ya no se riegan los patios de amor en medio de esta insoportable sobredosis digital. Posiblemente, Deméter, la vieja deidad de la agricultura, haya perdido la orientación y siga intentando rescatar a su hija Perséfone de las profundidades del maligno, de ahí que los inviernos o los veranos se alarguen y ya no sepamos en qué estación vivimos. Una espesa niebla está cubriendo nuestras aldeas y las hace invisibles. Han perdido su espíritu y muchas se convierten en meras urbanizaciones de desconocidos que ni se hablan. Los tiempos en los que unos cuidaban de los otros están pasando a los cajones de la historia. El viejo manzano, que daba frutos sabrosos y sanos, está siendo estrangulado por la maleza y el abandono. El escritor e investigador asturiano Jaime Izquierdo, que sueña con un nuevo resplandor del mundo rural, dice que las aldeas ya eran espacios inteligentes. Sus gentes sabían resolver desde siempre los grandes dilemas que acucian a la humanidad. Lamenta que se esté perdiendo la inteligencia natural, la convivencia con el entorno y el equilibrio. La naturaleza es cruel y necesita de quien sepa gestionarla. «Ya no somos seres humanos, de humus, tierra. Somos seres urbanos», proclama. Se le ha dado la espalda a las aldeas, que han sido históricamente el sostén del mundo. El día que las perdamos definitivamente perderemos nuestra identidad. Y, entonces, habrá que inventarlas.