Es el terror de la infancia. Tumbarse en la cama de noche. Cerrar los ojos. Y creer que algo está al acecho. Esa pesadilla de la niñez ha tomado forma en la vida de una mujer adulta. Su nombre, Gisèle Pelicot. La francesa era drogada sistemáticamente por su marido para que durante años fuera violada por decenas de hombres. Todo es atroz. Pero lo peor es el plural. No es el monstruo. Son los monstruos. Porque, en este mundo curtido en maldades, damos por hecho que de vez en cuando aflora una bestia humana, alguien que disfruta destrozando literalmente a otros, ese depredador que se dedica a cazar víctimas. Pero lo que produce mayor escalofrío en el caso Pelicot es esa fraternidad del horror y ese pacto de silencio e impunidad que permitió que más de cincuenta tipos se presentaran voluntarios para abusar de una mujer casi en estado comatoso. Ninguno denunció. Y muy pocos rechazaron la oferta del esposo. Todo ello en una familia normal de Francia, en el corazón de la Europa civilizada y cristiana. No hay cortinas de humo posibles. Un tipo supuestamente del montón activó una especie de la ley de la oferta y la demanda para las violaciones a domicilio. Es el mercado, amigos. El mercado de la náusea. De aquellos que nunca habían visto los ojos de Gisèle hasta que ella los llevó a los tribunales. De los que probaron. De los que repitieron. Como dice la víctima, que la vergüenza cambie por fin de bando. Que persiga a los que se sientan en el banquillo. Que empape también a los violadores que nunca serán identificados, a esos que se siguen sentando a la mesa con su mujer y sus hijos como si nada hubiera ocurrido. Pero que nos salpique a todos como sociedad. Con nuestros monstruos. En plural.