A Pedro Sánchez le gustan las maniobras arriesgadas. Suele acertar. También acostumbra el líder socialista a hacer comparaciones exageradas y proclamas rimbombantes, como el «más transporte público y menos Lamborghinis» (¿quería hablar de Maseratis?) del miércoles, que se ha convertido en tendencia. Y de ahí ya no sale tan airoso.
Esas frases dan munición para las tertulias y provocan a sus rivales, pero no le gustan a muchos de sus simpatizantes. Creen que son más propias de Isabel Díaz Ayuso («comunismo o libertad», «me gusta la fruta») que de un presidente con capacidad de hacer políticas contra la desigualdad. ¿Se equivocan? Como decía el político francés Talleyrand (el hombre que dirigió dos revoluciones y engañó a veinte reyes), «todo lo exagerado es insignificante». No nos hacen falta en nuestro polarizado y devaluado debate público más simplificaciones.
Cada día convertimos en cuestiones de Estado asuntos menores, como el fichaje de Broncano por TVE. O que el primer ministro use un avión oficial, el famoso y vetusto Falcon, comprado para eso. Y desgastamos la democracia cuando nos escandalizamos de que un político pueda hacer cosas normales, como irse de vacaciones o de fiesta. Angela Rayner, número dos del Gobierno laborista británico, fue criticada duramente por ir a una discoteca de Ibiza.
Ella, retranqueira, supo sobreponerse a los haters, y pidió disculpas, pero solo por sus pasos de baile: «No son del gusto de todo el mundo».