Hace casi dos décadas que escribo en las páginas de Opinión de La Voz de Galicia. Al poco tiempo de comenzar mi colaboración coincidí con Santiago Rey en un evento organizado por este periódico. Me presenté y desde ese mismo instante supe que esta iba a ser mi segunda casa. Me dio la bienvenida, me deseó toda la suerte del mundo en lo que él denominó «complicada tarea», y se puso a mi disposición para todo aquello que pudiera necesitar. Con el tiempo, y con su ejemplo, cada día me resulta más fácil escribir mis columnas. Se trata de opinar siempre con la verdad y el respeto por delante, como lo hacía él. Ha dejado tantos magníficos editoriales que si en alguna ocasión uno nota que flaquea, solo necesita acudir a la hemeroteca y recobrar las fuerzas perdidas reparando en su estilo de maestro de periodistas, defensor de la libertad de expresión y demócrata convencido. Jamás se me dejó de publicar artículo alguno debido a que fuera considerado inadecuado. En modo alguno era su estilo. Dicho todo esto, ¿cómo no te vamos a echar de menos, presidente? Solo había que reparar en la opinión generalizada que el pasado miércoles se escuchaba entre los asistentes al velatorio en su querido Museo de La Voz de Galicia. Se ha ido una buena persona, un gallego irrepetible y un defensor a ultranza de que el periodismo cumpla su función. Y esa función no es otra que la ciudadanía esté permanentemente al corriente de lo que ocurre y que a nadie le intenten vender gato por liebre. Descansa en paz, presidente. Nadie más que tú se lo tiene merecido.