Teníamos un profesor de Música que te hacía salir a la tarima y cantar la escala. Si desafinabas, te soltaba una bofetada, que se repetía si uno persistía en el desentono. El canónigo aquel argumentaba que tenías la libertad de evitar la cachetada si entonabas correctamente. Así se aprende a la fuerza con qué facilidad se pueden prostituir las palabras y los conceptos. Retorcerlos hasta exprimir su sangre. En nombre de la libertad se cometieron las atrocidades más crueles que recuerda la humanidad. Los hay que te la venden en el mercado como una baratija. Otros la convierten en arma arrojadiza contra incautos y víctimas. A la entrada del campo de concentración de Dachau, la universidad del horror nazi, reza en el frontal la famosa y sarcástica frase: «El trabajo os hará libres». Luego sería reproducida en otras factorías de exterminio. Hitler era un auténtico maestro en poner las palabras y las instituciones a hacer la calle. Y no hay gobierno en el mundo que tenga la mayoría absoluta suficiente para aprobar una ley que impida el proxenetismo de las palabras, sobre todo de esas que deberían estar en el altar de los principios de una sociedad justa. Los poetas ponen la libertad a navegar sobre las nubes, bajo el brillo de las estrellas y la claridad del sol y la adornan con todo tipo de composiciones florales, pero hay gentes que, contrariamente, la arrastran por las pasiones más abyectas. Milei soltó el otro día en la convención ultra de Madrid: «¡Es la libertad, carajo!». Hay mandatarios a los que cuando se les llena la boca con ese término sagrado es mejor ponerse a salvo y bajo cubierta. No vaya a ser que detrás vengan los palos y el hambre. La libertad es luz, no oscuridad.