A Pere Aragonès lo dimitieron y la consigna de Casa Junqueras es que no se le borre esa sonrisa de, ¿cómo llamarle?, ¿honorable?, hasta que el recuerdo de su, ¿cómo llamarle?, ¿gestión?, sean lágrimas en la lluvia. El destino de Pere es ser presidente de una Fundación Fantasma con cargo a los Presupuestos Generales, tertuliano de TV3 o señor de banco de parque, un anónimo engordapalomas que no se tomará la molestia de preguntarles ni de qué pata cojean ni a quién diablos votaron. Pere sonríe ante un botellín de agua cuya misión es que la cicuta se deslice mejor por la garganta y saluda a la cámara con la palma de una mano tan fina que es casi de papel cebolla. En ella no hay rastro de callo ni de cicatriz, objetivo último de todo procés: vivir como un Pujol. En eso sigue el autolegitimado Puigdemont, el único catalán que no tiene el teléfono de Salvador Illa, y el sumo pontífice Oriol, que se sigue viendo «con fuerzas». Normal. Para vivir del cuento siempre hay fuerzas.