El «efecto Bruselas» existe, pero no ayuda

Fernando Otero Lourido AL HILO

OPINIÓN

YVES LOGGHE

02 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El abrupto y tardío despertar del sector alimentario europeo me ha llevado a releer How the European Union rules the world, de Anu Bradford. Para esta profesora de Derecho de Columbia, es Europa, y no China ni EE.UU., la potencia que domina el mundo. ¿Cómo? A través del «Efecto Bruselas», que según su tesis llevaría años proyectando al mundo nuestros avanzados valores a través de la externalización involuntaria de nuestras estrictas regulaciones mediante los mecanismos globalizadores de los mercados. Una especie de expansión del bien, con el caballo de Troya de las, a priori loables, exigencias medioambientales, sanitarias o sociales que rigen en Europa y todos los operadores habrían de cumplir para exportar al mercado europeo. 

Reconociéndole originalidad y osadía (el discurso eurocrítico dominante va justamente en la dirección contraria), creo que esa tesis dista mucho de la realidad debido a un factor externo que no ha tenido en cuenta: en esto juegan otros muchos factores, evidentes unos y ocultos otros, que interceptan ese benéfico escenario a priori conducente a la añorada armonización normativa entre todos los operadores concurrentes en el mercado europeo.

Para empezar, el caballo de Troya no es nuestro, sino de esos terceros países supuestamente adaptados a la normativa europea, que casualmente son nuestros competidores dentro y fuera de la UE, y que van tomando sectores clave bajo la apariencia de una homogeneidad regulatoria solo superficial, que a menudo enmascara las evidentes ventajas competitivas que subyacen en el proceso de producción de sus bienes en sus territorios. Eso que aquí no auditamos, que queda fuera de los estándares del mercado alimentario, y que es donde se conforman sus costes, y por ende los precios y las condiciones de producción que luego ofrecen a un mercado europeo inerme, presa interior de un «Efecto Bruselas» que los exportadores a menudo consiguen eludir.

Además, la realpolitik económica trabaja por libre, en nuestro caso en perjuicio de un sector autóctono de producción de alimentos frecuentemente convertido en peón a sacrificar en las negociaciones de la Comisión Europea con terceros países, lo que abre la puerta a la entrada anticompetitiva de determinados alimentos a cambio de la correlativa facilidad de exportación de otros bienes y servicios considerados más estratégicos en el contexto macroeconómico global de la Unión Europea.

Doy fe de que cada semana nos llegan una veintena de nuevas regulaciones provenientes del hiperactivo aparato regulatorio de la UE. Somos sin duda una potencia normativa. El núcleo duro de la Comisión, muy condicionada por la Dirección General de Medio Ambiente y la Agenda 2030, o te prohíbe o te sanciona. Y hoy no emite solo recomendaciones y dictámenes, como sostiene la profesora Bradford —soft rules, que según su tesis nos empoderan porque son más influyentes en los mercados que las sanciones económicas norteamericanas y más baratas que su potencia militar—, sino que promulga reglamentos. Y resulta que estos son cada vez más gravosos para las actividades productivas en suelo europeo, más numerosos, más intervencionistas, jerárquicamente superiores al resto del ordenamiento interno y de aplicación directa en los estados.

Y para concluir: matices jurídicos aparte, hay un hecho incontestable: la Unión Europea tiene ante sí retos colosales que el «Efecto Bruselas» no es capaz de abordar, caso de la defensa militar común, el imparable desvanecimiento de su identidad sociocultural o la inmolación de la competitividad y la soberanía alimentaria a manos de un aparato regulatorio voraz.

Claro que hay «Efecto Bruselas», pero me temo que en sentido inverso. Por más verde que se vea siempre el jardín del vecino, no hay tesis académica que pueda desmentir esa realidad.