El Monte de los Fragmentos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

13 ago 2023 . Actualizado a las 13:01 h.

Cuando era estudiante, en quinto de Historia, un profesor me pidió que me leyese un libro italiano de arqueología y le hiciese un resumen completo en español. Fue así como supe de la existencia del Monte de los Fragmentos o Monte Testaccio. Esta es una montaña de más de 50 metros que se encuentra cerca del Trastévere romano, entre el Tíber y el Aventino. Pero no es realmente un monte, o al menos no uno natural, sino que se trata del lugar donde la antigua Roma descargaba sus ánforas de aceite usadas. A diferencia de las que contenían vino o grano, las ánforas de aceite no se podían reciclar como material de construcción porque el aceite reacciona con la cal, lo que significa que no era posible usarlas para afirmar el cemento. Así que estas ánforas se fueron volcando en ese punto junto al puerto fluvial, durante cientos de años, unas 130.000 al año o más, residuos de una ciudad de un millón de habitantes, hasta engendrar esa montaña artificial.

En el vientre del Monte Testaccio, pues, se encuentran los fragmentos de millones de ánforas, los contenedores de la mitad del aceite que consumió Roma en 250 años. Son una historia del comercio romano hecha pedazos. De hecho, en el puzle de los trozos de cerámica se pueden completar los nombres de las familias comerciantes de la Tripolitania o la Bética —como el del padre del emperador Trajano, que era un señorito andaluz que se había enriquecido con sus olivares—. Grabados en el lomo naranja de la terracota están a veces las marcas de las almazaras, e incluso los caprichos y las pedanterías de los empleados, como ese fragmento de ánfora que apareció el junio pasado en Córdoba y que llevaba inscrito un verso de las Geórgicas de Virgilio. Recuerdo que, a medida que iba leyendo y traduciendo yo aquel libro, iba creciendo en mí la fascinación por la arqueología, que es precisamente la ciencia de los fragmentos, rotos y revueltos como en un sorteo, como en el Monte Testaccio.

Hoy me interesan menos las cosas de antes y más el cómo han llegado a ser lo que son ahora. El Monte Testaccio, por ejemplo, una vez creado, ha tenido su propia historia, incluso después de que se dejasen de enterrar allí ánforas y la gente se olvidase de lo que era realmente. Creció la hierba en sus laderas, pasto para las ovejas. En la Edad Media se celebraron allí carreras de caballos. Luego hizo de Gólgota para las procesiones de Viernes Santo. Stendhal, que lo visitó a principios del XIX, describe las ottobrate, las fiestas campestres que tenían lugar en el dorado otoño romano. Era entonces todavía un humedal de campesinos pobres bajo el dominio febril de la malaria, tan apartado que allí se enterraba a los no católicos —es donde está la tumba de Keats, y la que contiene el corazón de Shelley—. En 1849, Garibaldi en persona situó una batería en lo alto de la pila de ánforas para defender infructuosamente Roma de los zuavos franceses. Luego se convirtió en un barrio obrero de fábricas y mataderos, famoso por sus delincuentes (los testaccini) y su equipo de fútbol (la Roma). Hoy es una zona de copas, con sus bares nocturnos y sus discotecas, y el Monte Testaccio está coronado por un conservatorio de música.

Hace algunos días se anunció en Italia el descubrimiento de un barco mercante romano en el fondo marino frente a Civitavecchia, con cientos de ánforas a bordo. Hubieran acabado seguramente en el Testaccio, pero terminaron en el mar, que es otro archivo de recuerdos. Imagino que estarán ahí más nombres de los aceiteros, y quién sabe si también el resto del poema de Virgilio.