
Buscar el progreso, ser progresista, consiste en intentar mejorar la vida de la gente, hacer del mundo en el que vivimos un lugar mejor, más justo, igualitario y solidario. Pensando siempre, sobre todo, en los más débiles: los pobres, los mayores, los niños, los inmigrantes y los jóvenes que ahora tienen un futuro más difícil del que no hace mucho podíamos prever.
Proponer, para ello, desde el ejemplo y la coherencia personal, los cambios que sean necesarios para modular una sociedad más empática y compasiva, menos individualista y depredadora que la que tenemos hoy. Recuperando el espíritu colectivo que en la última mitad del siglo XX creó el estado del bienestar y ahora se tambalea en la guerra cultural que algunos propugnan. Los habrá que llamen a esto buenismo. No me estorba la palabra: hace falta mucha más gente buena en este país.
Estar por el progreso es poner en primer término de todas las políticas y acciones personales, la defensa del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático. No hay nada más prioritario y transversal. En ello, en la máxima mitigación posible y en la adaptación a este desafío, nos jugamos la salud y la felicidad de todos, nuestros hijos y nuestros nietos incluidos. Es algo tan importante que el crecimiento económico debe supeditarse a la urgente descarbonización de nuestro entorno. Ser progresista consiste en defender y ampliar los derechos de los ciudadanos, pero también en exigir sus obligaciones con la sociedad en la que habitan. El valor del «trabajo gustoso» (que Juan Ramón Jiménez proponía), del compromiso, la dedicación y la productividad, deben tener su reflejo en las políticas públicas. No hay sitio en las filas del progreso para los vagos y los desapegados.
Ser progresista es defender los servicios públicos que nos vertebran socialmente y nos hacen iguales ante los problemas más importantes. Hacer progreso es afrontar las radicales reformas que la sanidad precisa y ser capaces para ello, si es preciso, de abandonar los viejos axiomas de la izquierda vieja. Progresar es también mejorar la financiación de la educación, la sanidad y la dependencia. Solo posible desde una política fiscal justa y eficiente. Mentir a los ciudadanos, proponiendo menos impuestos sin relacionarlo con los servicios que reciben, no es progresista.
No es progresista meter continuamente el dedo en el ojo del adversario político, insultarlo reiteradamente, aprovechar cada ocasión para crear animadversión contra él, usando torticeramente las medias verdades y las mentiras una y otra vez, sembrando el odio y la división social. Señalando la paja ajena y ocultando la viga propia. No es progresista ocupar el poder solo para patrimonializarlo y expulsar al «intruso ilegitimo», sino para trabajar duro en mejorar las cosas, cometiendo errores incluso, pero dejando la vida en ello.
Ser progresista es buscar el encuentro con el diferente para tejer fórmulas que mejoren la convivencia. Con el que piensa distinto en el modelo territorial del Estado, con las diversas identidades sexuales, creencias religiosas, estilos de vida… El progreso es alegre —«defender la alegría», cantaba Serrat— y disfruta de la cultura, la música, el cine, el arte, el deporte y las tradiciones populares... No van con el progreso la chulería, la prepotencia y la arrogancia.
Estar por el progreso es reconocer que nuestra envejecida demografía, necesita la llegada de muchos inmigrantes para hacerla sostenible. Sembrar la inquina sobre ellos es, además de xenófobo y supremacista, un error grave. No son el problema, son la solución.
En la encrucijada de este verano toca decidir a favor del progreso. El ticket electoral PP-Vox no concuerda, a mi entender, con esta opción. Otras fuerzas políticas pueden y deben representarlo.