El estilo de Azorín

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

28 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Fue el director de El Imparcial don José Ortega Munilla quien le encargó a Azorín que se fuese a la Mancha a seguir los pasos de don Quijote y lo relatase en una serie de artículos. Una primicia, pues, con trescientos años de retraso. Gloriosos tiempos aquellos en los que la actualidad no tiranizaba las redacciones. De aquel reportaje saldría un clásico: La ruta de Don Quijote. Antes de partir, Ortega Munilla, que era el padre de Ortega y Gasset, le hizo entrega a Azorín de un revólver, lo que da idea de que el medio rural de entonces no era un lugar idílico (qué cosa tan extraña, que te entregue un arma el padre de un filósofo). Pero lo que en realidad le sirvió a Azorín fue el lápiz que cogió del despacho del director para redactar sus notas. Más adelante, Azorín se aficionaría a la estilográfica y se haría con una de aquellas codiciadas Parker que entraban por Gibraltar de contrabando. Pero yo creo que el lápiz representa mejor la técnica del gran Azorín, porque él escribía como un dibujante pergeña bocetos. Salvo La voluntad, sus novelas no terminan de funcionar muy bien, como les pasa a muchos grandes prosistas, porque la novela tiene más que ver con la arquitectura que con la prosa. A Azorín lo que se le daba bien era el apunte, la sugerencia, la atmósfera. Era uno de esos escritores con alma de pintores, en su caso de retratista y de paisajista al óleo.

Se cumplirán el mes que viene los 150 años de Azorín y es triste constatar que se ha convertido en uno de esos autores con nombre de calle que a todo el mundo le suenan, pero que se leen poco. Y eso que fue el primer apologista de lo que hoy se llama la España vaciada y que tanto preocupa en las ciudades. Lo que pasa es que, a Azorín, que fue un ferviente anarquista de joven, no se le perdona que se hiciese luego conservador, cuando eso es lo lógico en un escritor cuyo tema es la melancolía y el paso del tiempo. De modo que, de su larga carrera, ese recorrido vital que va del retrato que le hizo Casas al que le pintó Zuloaga, pasando por Sorolla, de Azorín ha quedado solo que era uno que ponía muchos puntos y seguido, cuando se trata de uno de los estilistas más perfectos en lengua castellana. Esa puntuación es toda una filosofía, de hecho. Tiene el ritmo de la respiración. Son golpes de metrónomo. Como estas cuatro últimas frases que he escrito yo. «Pan rallado» lo llamaba con envidia Borges, que luego en privado le decía a Bioy Casares que Azorín era uno de los tres mejores prosistas de su tiempo. Camba quiso parodiarle escribiendo un artículo «al estilo de Azorín», y resulta que le salió un texto tan bueno que la parodia se transformaba en homenaje. Umbral, que decía detestar sus frases cortas, acabó escribiendo parecido.

Torrente Ballester me contó un día que él tenía la teoría de que el castellano azoriniano era el resultado de la tensión entre el valenciano que Azorín hablaba desde niño y el francés con el que convivió muchos años. Pero yo creo que la cosa es más sencilla. Azorín que, como Hemingway, fue también periodista, aprendió la lección de humildad de la prosa de prensa, que enseña al escritor que el estilo no consiste en adornar sino en tachar. Al final, las famosas siete reglas de estilo de Azorín, como los mandamientos de la ley de Dios, se resumen en dos: no entretenerse dándole vueltas a lo que uno ya ha dicho en dos palabras, y, si un sustantivo pintoresco y llamativo necesita un adjetivo, no cargarlo con dos. Es decir, no hacer esto que acabo de hacer yo.