Violencia, sexualidad, adolescencia
OPINIÓN

Violencia, sexualidad y adolescencia es una combinación que cada vez con mayor frecuencia nos encontramos en la sección de sucesos de los medios. El aumento de agresiones sexuales cometidas por adolescentes se constata en los datos que ofrecen la Fiscalía del Estado y el INE; en los últimos cinco años los menores acusados y condenados por estos delitos se han duplicado. Las cifras en estas agresiones tienen siempre un sesgo de punta de iceberg, ya que muchos actos de violencia sexual hacia jóvenes menores de edad no llegan a denunciarse. Afortunadamente el tabú sobre este tipo de hechos está decayendo, aunque debemos seguir trabajando intensamente para evitar el estigma y la revictimización de las jóvenes agredidas. Este incremento de agresiones sexuales se produce dentro de un marco general de descenso de la delincuencia juvenil. Que sea precisamente en el ámbito de lo sexual en el que se produce un aumento de la actividad delictiva adolescente no puede entenderse como algo circunstancial.
Dentro de las agresiones sexuales, aquellas que están teniendo un mayor impacto mediático son las protagonizadas por grupos de chicos adolescentes que violan a una chica, en ocasiones todos ellos muy jóvenes, en el límite de la pubertad. Lo grupal, en este tipo de hechos, introduce una doble dimensión. Por un lado, está la dilución de lo moral ya que los otros, con su participación activa o pasiva, validan la violencia. Por otro, la connotación teatral de un acto en el que los agresores lo son frente a unos espectadores cuya función es dar testimonio de este. Lo que se busca es la valoración pública de la virilidad. En ocasiones se graba para dejar memoria, huella indeleble de la hombría que debe ser validada por otros hombres jóvenes, en un rito iniciático monstruoso.
Los modelos de identificación de estos chicos proceden de un imaginario que se reproduce en la pornografía, pero también en la música, el cine, las series, la publicidad, los espectáculos deportivos o los contenidos que se publican en diferentes redes sociales. Es cierto que los dispositivos culturales producen realidad, pero también reproducen la realidad. Es decir, la violencia sexual de los adolescentes responde a un modelo de masculinidad que, por horrible que nos parezca, pervive socialmente y se filtra a través de diferentes mecanismos de comunicación social.
Desde la necesaria crisis del machismo hegemónico, que determinaba la ya antigua norma sexual, no se han generado nuevas referencias sobre cómo ser hombre en la era del feminismo y la diversidad sexual. En este contexto hay adolescentes empeñados en demostrar que son «machos de verdad» y deciden hacerlo a través de performances siniestras. Por ello nos encontramos hoy con violencias que creíamos de ayer, en un horroroso retorno de lo reprimido.
Las infancias y adolescencias necesitan más que nunca acceder a una educación sexual que los introduzca en la ética del sexo desde la igualdad y el respeto a la diferencia, que les ayude a orientarse en un mundo relacional que está viviendo un cambio al que todos y todas deberíamos acompañar. Esta educación sexual debe darse en la escuela dentro de su función cívica, como mecanismo integrador y compensatorio de las diferencias sociales y familiares, y debe ser impartida por profesionales con formación especializada. Negar esta posibilidad a nuestros jóvenes es condenarlos a una posible zozobra sexual que tiene en estas violaciones grupales una de sus manifestaciones más aberrantes.