Noche de ópera en Praga

OPINIÓN

ED

11 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Dando tumbos por Europa, había acabado en Praga. Se conmemoraba el aniversario de la Revolución Rusa, y en lo que entonces era la Checoslovaquia comunista se veían por todas partes banderas rojas con lemas que el blanco de la nieve hacía destacar aún más. Era la década de los ochenta, pero el tiempo parecía haberse detenido en un mundo de novela de Le Carré. Praga era entonces hermosa, austera y tristona. Quizás una de cada cinco personas vestía uniforme, ya fuesen militares, policías o grupos de escolares. Entonces había poco turismo, y aún menos en aquella época del año. En todas partes se me acercaban tipos que hablaban mirando a los lados y me ofrecían cambio de moneda. Cuando uno viaja, la soledad puede ser deprimente o embriagadora, y a mí me hechizó aquella ciudad melancólica con la que había soñado tanto a través de los libros de Meyrink, Seifert, Kafka o Jan Neruda, cuyos Cuentos de la Malá Strana compré devotamente en una librería, aunque estuviesen en una lengua de la que solo conocía una docena de palabras. Cada día encontraba una razón para prolongar mi estancia un día más. El caso es que el visado que había conseguido con tanta dificultad en Viena era solo para tres días, y llevaba ya cinco allí, Fue entonces cuando vi un cartel que anunciaba para la noche siguiente La flauta mágica de Mozart en el Teatro Nacional. Y caí en la tentación de quedarme una noche más.

En el Teatro Nacional ya no había entradas a la venta. Unas estudiantes me explicaron que se agotaban nada más salir. Hablábamos en alemán, pero el suyo era todavía más limitado que el mío. Cuando pasamos al francés sacaron la conclusión de que yo mismo era francés y, entusiasmadas, fueron a buscar a su profesor, que estaba por allí. Era un anciano caballero que hablaba la lengua con la lenta solemnidad de un poema de Victor Hugo. Me dijo que había estado en París de joven y que nunca lo había olvidado. «Yo amo a su país», me dijo, casi emocionado. Así que me pareció una crueldad desengañarle y hablamos de la ciudad-luz unos minutos: de la Tullerías, de las orillas del Sena y la vista desde Montmartre. Entonces me di cuenta de que yo también amaba París. «Espere un momento», me dijo. Y volvió enseguida con una entrada para mí, que imagino que le habría quitado al menos melómano de sus estudiantes. Al entregármela, susurró por lo bajo «Vive la France!».

La función era en checo y había allí muchos niños de los colegios que se reían con los chistes, algo que no he visto nunca en una representación de La flauta mágica. Así debió ser, pensé, el estreno de esta ópera en tiempos de Mozart. Cuando terminó la función busqué con la mirada al viejo profesor de francés y sus estudiantes, pero ya no los vi. Afuera había empezado a nevar, y volví al hotel como en un sueño, envuelto en el confeti de la nieve y tarareando el dueto de Papageno y Papagena. Cuando pedí la llave en recepción el portero de noche encontró en el casillero una nota para mí. Me la tradujo: mi visado había expirado y la policía había sido informada por el hotel. Si no abandonaba el país a la mañana siguiente irían a buscarme para acompañarme a la estación.

A la mañana siguiente hice la maleta y me fui del hotel. Había dejado de nevar y la luz presentaba el tono sepia de una postal antigua. Viajaba solo en el compartimento del tren que me llevaría a Viena. Mi plan era permanecer en Austria solo lo justo como para comprar otro billete y seguir camino de Trieste, en Italia. Y a través de las ventanillas lo último que vi fueron mis huellas derritiéndose en el hielo del andén.

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