El retrato de Capablanca

OPINIÓN

Ed

04 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Llevé al pequeño Martín a un torneo infantil de ajedrez. Intimidaba. Aquello estaba lleno de diminutos geniecillos que calentaban jugando entre ellos y discutían de aperturas con el aplomo de grandes maestros. Para animar al pequeño Martín le señalé un enorme retrato de Capablanca que presidía la sala. «Él también era autodidacta, aprendió jugando con su padre, y aun así llegó a ser el mejor ajedrecista del mundo». El pequeño Martín quería estar seguro del paralelismo. «Pero su padre, ¿jugaba muy mal?». «Sí, muy mal». Esto le tranquilizó bastante, y allá se fue, a perderse en ese laberinto que es el ajedrez. Yo encomendé a Martín a la efigie de Capablanca y me fui a tomar un café al bar de al lado. Y me puse a pensar en el gran maestro cubano (aunque nacido español), el dandi del tablero, que todavía era un mito entre los mayores cuando yo tenía siete años como Martín.

Campeón de Cuba antes de cumplir los catorce, José Raúl Capablanca no lo fue del mundo hasta entrando en la treintena tan solo por culpa de la Primera Guerra Mundial; pero para entonces era una leyenda tal que Lasker quería transmitirle el título sin jugar, porque consideraba que no hacía falta. Llegaron a pasar ocho años sin que Capablanca perdiese ni una sola partida. Reti, que fue quien le rompió la racha, decía que el ajedrez era la lengua materna de Capablanca, y que todos los demás, él incluido, la hablaban con acento. De hecho, Capablanca no estudiaba jugadas (se decía que el único libro de ajedrez que se había leído era el que él mismo había escrito). El gran Nimzowitsch, cuando se sentaba ante él, temblaba, literalmente. El que no se sentaba era Capablanca, que en los torneos tenía la costumbre de pasearse entre las mesas, mirando las partidas de los demás. Era tan rápido e impaciente (a Kostic le ganó una final en tres minutos) que se aburría de su propio juego. Por eso practicaba muchos otros deportes y una vez fue a una partida vestido de tenista, con raqueta y todo, para no perder tiempo. Mujeriego implacable, en otra ocasión se presentó a un encuentro contra Marshall medio dormido, tras una noche de pasión, pero ganó igualmente («cometí el peor error que existe en el ajedrez —decía después Marshall—, desperté a Capablanca»).

Alekhine, su eterno rival, supo aprovechar esta debilidad de Capablanca por la dama. Cabrera Infante decía que Alekhine era el Salieri del Mozart-Capablanca, por quien profesaba también esa forma suprema de la admiración que es la envidia. Se cuenta que las noches antes de las partidas Alekhine sacaba al cubano de cabarets, mientras que él, como un monje malévolo, estudiaba jugadas de Capablanca con un ajedrecito de viaje. Si fue así, le funcionó. Alekhine logró derrotarle y arrebatarle el título mundial. Capablanca solicitaría la revancha durante años inútilmente. Consciente de que no le volvería a ganar, Alekhine fue retrasando el reencuentro con toda clase de excusas y condiciones imposibles. Muchos creen que fue por esta frustración por lo que empezó a declinar la estrella de Capablanca, que murió en el Club de Ajedrez de Manhattan después de rozar con el dedo la figura de la dama. Todavía se estudian sus catorce partidas de 1921 contra Lasker en La Habana. Nadie ha sido capaz de encontrar en ellas un solo fallo del gran Capa. Ni siquiera Philip Marlowe, el detective de ficción de Chandler, que en sus novelas las practica en los ratos libres.

Cuando volví del café, dos horas y media después, el pequeño Martín había completado sus seis partidas. Quedó tercero, y recibió orgulloso una copa de bronce. Y yo incliné la cabeza ante el retrato de Capablanca, por las plegarias atendidas.