Como las monarquías no se eligen en las urnas, el calado del apoyo popular se instala en la incógnita. Ahora están las televisiones mundiales haciendo el recuento de espectadores del ceremonioso funeral de Isabel II para ponderar de algún modo el respaldo que tiene la institución británica. Se calcula que, una vez sumados los seguidores a través de las múltiples pantallas fijas y móviles, esta podría ser declarada oficialmente como la retransmisión más vista de la historia, un dato para regocijo de monárquicos y exasperación de quienes han sufrido este despliegue de pompa y circunstancia. Parece mucho suponer que, en un hipotético referendo sobre la Corona, cada espectador fuera a traducirse en un voto. Este protocolo fúnebre, concebido durante años como apabullante golpe de efecto televisivo, ha sido el testimonio histórico del esplendor imperial del pasado, aderezado con conflictos de poder y enredos familiares de telenovela dramática. Buena parte del público amante de las series de época habrá preferido ver en directo el original antes que la copia. Todo el boato desplegado sitúa a gran altura el listón para The Crown, obligada ahora a llegar hasta el final en su relato de la larga vida de la reina y necesitada de un presupuesto de muchos quilates para poder recrear una escenografía semejante.