Tratado Antártico, modelo de paz

José Ricardo Pardo Gato DOCTOR EN DERECHO. CAPITÁN RV. EMBAJADOR DE LA MARCA EJÉRCITO

OPINIÓN

XAVIER FONSECA

04 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En tiempos convulsos como los que vivimos, donde el valor humano queda postergado por intereses controvertidos, se hace necesario, más que nunca, volver la vista a modelos donde las potencias han acercado puntos de encuentro por el bien común y de la humanidad.

Uno de ellos es el acuerdo internacional firmado en Washington D.C. el 1 de diciembre de 1959, que dio lugar al Tratado Antártico, cuya entrada en vigor se produjo el 23 de junio de 1961. Este consenso trasnacional supuso el pistoletazo de salida para la investigación en muchos ámbitos inexplorados hasta ese momento y en unas condiciones de vida extremas.

Aunque pronto surgieron antagonismos entre las distintas potencias, que querían optar a su parte del continente helado, lo cierto es que este texto legal contribuyó, decisivamente, a lograr objetivos tan importantes como la libertad de investigación científica. Otros temas, más polémicos sin embargo, como la explotación de las riquezas de la Antártida, siguen sin concitar aún el consenso necesario.

España, por su parte, suscribió el Tratado Antártico en 1982, con voz pero sin voto, y ya como miembro de pleno derecho desde septiembre de 1988, a raíz de haber puesto un pie firme en ese lejano continente. Este hecho se culminó a través de la primera campaña antártica, 1987-1988, en la que se dieron los primeros pasos para la creación de la base Juan Carlos I, en la isla Livingston, dentro del archipiélago de las Shetland del Sur, y gestionada por el CSIC. El nombre de la base se acuñó por el éxito de las jornadas antárticas celebradas en Madrid en 1987, presididas por el monarca y que fueron la antesala de las posteriores campañas.

El salto a la isla Decepción, en el mismo archipiélago de las Shetland del Sur, tuvo lugar en la campaña 1989-1990, lo que dio lugar a la creación de la otra base antártica española, la Gabriel de Castilla, gestionada por el Ejército de Tierra. Esta circunstancia no debe llevarnos a equívocos: en la Antártida no se combate y el citado tratado impide, en buena lid, el uso de las armas. El Ejército aporta la logística necesaria, en lugares y situaciones de notoria dificultad, para favorecer la investigación científica allí desarrollada.

Este esfuerzo anual por mantener la presencia de España en la Antártida, y colaborar en la preservación de la posición española como parte consultiva del referido tratado, se materializa, campaña tras campaña, en la conservación, mantenimiento y ocupación de estas bases temporales, abiertas a la ciencia y el saber en los meses del verano austral.

De este modo, el Tratado Antártico es un claro ejemplo de cómo los gobiernos se pusieron de acuerdo para mantener un continente a salvo de disputas entre las potencias, y del que nuestro país no ha quedado al margen. Un espacio en el que el hombre apenas ha dejado su huella y en el que el espacio científico tiene tanto que aprender, sobre todo en momentos como los actuales de escenarios geopolíticos tan complicados. Disponer de un espacio tan inhóspito como pacífico constituye, a todas luces, un rayo de esperanza para la humanidad.

Ojalá consensos como aquellos revivan, por el bien de todos, en las mentes de los gobernantes actuales. Y que se asomen al futuro con esperanza, teniendo como espejo el sólido porvenir que parece tener el Tratado Antártico, revisado en 1991 y que, bajo el Protocolo de Madrid de 1998, prorrogó cincuenta años su vigencia.