Las lampreas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

21 mar 2022 . Actualizado a las 08:08 h.

Tengo la teoría de que el psicoanálisis nació del estudio de las lampreas, ese animal tan querido por los gallegos. Siendo un joven investigador, los primeros trabajos de Sigmund Freud consistieron en estudiar la sexualidad de la anguila y el sistema nervioso de la lamprea, y es posible que una cosa y la otra le fuesen inspirando las ideas que luego desarrollaría en sus teorías. Freud, que, como casi todos los sabios de aquel tiempo tenía buena mano para el dibujo, incluso dejó algunas hermosas ilustraciones extremadamente detalladas de lampreas, que tienen un gran interés para los biólogos y que a mí, reconozco que me abren el apetito.

Sobre todo en esta época del año, que es cuando las lampreas ya han remontado los ríos gallegos en su esfuerzo titánico con destino trágico, como lo es en el fondo el de todas las vidas. Todo en la naturaleza danza acompasado con la cultura, y la lamprea aparece con puntualidad como si se ofreciese voluntaria para plato de Cuaresma. Pescado que sabe casi a carne, al fin y al cabo, es como si hubiese sido diseñada por la evolución para brujulear el precepto católico. De ahí que fuese tan apreciada por los señores y los obispos de antaño: era una bula papal en sí misma que venía dócil cada año a las pesqueiras, las trampas tradicionales en las que se caza (porque con la lamprea, como con la ballena, hay que hablar más de caza que de pesca). Como en Galicia todo tiende de manera natural al románico, esas trampas de sillería a mí me parecen como miniaturas de nuestras catedrales. Hay un par de centenares de ellas por toda Galicia, heredadas de generación en generación dentro de las mismas familias, como si se tratase de títulos nobiliarios, sabroso resto de feudalismo culinario en nuestro mundo moderno.

El caso es que tendré que darme prisa si quiero comer lampreas este año. Mi amigo Santiago Carballal, que sabe de estas cosas, me advierte que, como ha llovido poco, bajan escasas. Me contó que él apalabró una hace dos sábados y el dueño del restaurante le dijo que solo le habían entrado tres bichos, con largas esperas de por medio. Yo le pregunté que qué tal y me dice Santi que la que se comió estaba exquisita, y que era grande como aquellas que les servía el conde de Montecristo a sus comensales en un famoso capítulo de la novela de Dumas, y que presumía de haberlas hecho traer desde el lago Fusaro de Nápoles.

A mí, la verdad es que la lamprea, más que a novela del XIX, me sabe a tragedia isabelina del XVI, con toda su crueldad refinada. Me refiero a su aspecto feroz, a sus inquietantes hábitos vampíricos, su gusto por el fango… De hecho, los ingredientes de su clásica receta a la bordelesa, cocinada en vino tinto, especias y su propia sangre, son los ingredientes de un crimen de novela gótica. Por eso una de las genialidades de Torrente Ballester en La saga/fuga de J.B. son precisamente esas lampreas asesinas que acechan en el río Baralla de Castroforte, y a las que «los suicidas dan mal sabor». Porque no hay duda de que la lamprea tiene algo de atávico, de reptiliano, como un sueño incómodo de los albores de la Tierra, y eso es lo que hace su sabor sublime. Después de todo, es un ser de hace 500 millones de años que ha sobrevivido a todas las extinciones y que ya era una reliquia cuando el ser humano apareció sobre la faz de la tierra. Imagino al joven Freud dibujándola con fascinación y pensando, quizá, que era la imagen misma del subconsciente: ese río de lodo por el que se arrastran los sueños y las pasiones humanas, escurridizas, voluptuosas, sabrosas y, a veces, inquietantes como las lampreas.