El lado feo de la empatía

Xoán Miguel Castro PERIODISTA. TRABAJÓ EN CNN INTERNACIONAL

OPINIÓN

María Pedreda

09 mar 2022 . Actualizado a las 09:01 h.

Pero no eran niños a los que estamos acostumbrados a ver sufrir en televisión, sino rubios con los ojos azules. Eso es muy importante», declaraba para la Sexta, de modo cuando menos desafortunado, un español que llegaba evacuado de Ucrania.

El lenguaje chocó y levantó el merecido revuelo —parece implicar que el sufrimiento de niños con otros tonos de cabello e iris es diferente, que debe ser menos importante o menos doloroso para el espectador. Lo que más nos debe impactar es la frecuencia con la que hemos visto ese discurso repetido en los medios de la amalgama llamada Occidente. También en Francia el coro de desaprobación se levantó cuando el periodista Phillipe Corbé marcó la diferencia entre refugiados sirios y estos ucranianos europeos que conducen «coches como los nuestros». Charlie D’Agata de la prestigiosa CBS, dijo «no es un lugar, con todo el respeto como Irak o Afganistán… que han visto continuo conflicto durante décadas. Este lugar es una ciudad relativamente civilizada, relativamente europea, y escogiendo mis palabras con cuidado: un lugar donde no te esperas que pase».

El cuidado en la elección de las palabras del reportero estadounidense traicionaba su propia incomodidad ante la impropiedad de esa idea que se formaba en su mente. El no esperar que esa violencia ocurra de algún modo hace que los ucranianos sean más merecedores de nuestra empatía que los ciudadanos de otros países, que están más acostumbrados a sufrir: es más propio de ellos; lo que implícitamente también conlleva que poco podemos hacer porque nada va a cambiar por allí.

Y esa diferencia de percepción de los refugiados, se refleja en diferencia de trato también. Esos niños amasados en la frontera, rubios con ojos azules, no son como aquellos otros a los que estamos acostumbrados a ver sufriendo, tanto que ya lo imbricamos con su identidad. Han llegado noticias de cómo se les dificultaba la salida de Ucrania a africanos, se les negaba la misma posibilidad de huir de la violencia de la guerra, a favor de aquellos otros de fenotipo más pálido.

Austria y Polonia que se han resistido aceptar refugiados de Afganistán o Siria, en cambio ahora los reciben de brazos abiertos, incluso recibiéndolos en la frontera. Desde Galicia, a 3.000 kilómetros de la frontera con Ucrania, se han desplazado para buscar refugiados y traerlos a España, algún ciudadano solidario para aportar su grano de arena.

En mucho del Oriente Medio se ha observado con curiosidad y alguna ceja arqueada, la celeridad de acción y condena que la invasión rusa ha causado en Occidente, así como la cálida recepción que han recibido los refugiados. Pero Incluso en Al Jazeera, si bien en su versión inglesa, el presentador Peter Dobbie se sentía conmovido por «el modo en que se visten, son gente próspera, y odio decirlo, de clase media. [..] Parecen como cualquier otra familia europea que pudiese ser vecina tuya». Sea por rasgos genéticos, socioeconómicos o culturales todos los periodistas occidentales repiten una y otra vez el shock al sentirse identificados con los protagonistas: una empatía potenciada por la semejanza, en contrapunto con la otredad.

Claro está que los occidentales con antepasados del Oriente Medio se han sentido particularmente desalentados ya que esos rostros donde se ven reflejados y con los que se sienten identificados son repudiados con cada una de esas afirmaciones racistas. Además, atenta a sus derechos al negarles su occidentalidad: su europeidad, y trae un eco de aquel «somos todos iguales, solo que unos más iguales que otros» orwellianos.

Desde hace siglos, en la cimentación de una economía globalizada colonizadora se ha ido forjando esta idea: las diferencias intrínsecas relacionadas a ciertas culturas y tonos de piel, que establecen un orden natural cuasi-divino en la estructura social, las expectativas de trabajo y los umbrales del sufrimiento humano que a cada uno le cabe esperar en vida.

El escritor estadounidense Moustafa Bayoumi, acierta de pleno cuando califica este comportamiento de tribalismo. Es una empatía sí, pero no generalizada por el género humano sino selectiva por aquellos semejantes. El doctor Fritz Breithaupt avisa del lado oscuro de la empatía: en el pasado se ha cuestionado si lo que nos ha faltado para evitar guerras y conflictos no ha sido voluntad política, sino empatía. El argumento sigue que con más empatía por el prójimo no cabrían actos de agresión. Pero la empatía nos hace, también, tomar partido en una trifulca, nos hace ver un lado y desoír la versión contraria, nos lleva a caer en el sesgo de confirmación y la mentalidad de masas. Estos patrones cognitivos nos predisponen a atrocidades y violencia sin freno. Actos de violencia de un grupo hacia otro vienen precedidos de un incremento exagerado de la empatía hacia el propio grupo y el aumento de la percepción de la otredad del otro. No es derivado de una ausencia de empatía si no de una exageración de una empatía restrictiva.

Entiendo que queremos huir de la violencia y en su vez queremos promover los valores que reconozcan y empaticen con la humanidad que existe en todos y cada uno de los ciudadanos del mundo. Como el señor Bayoumi borda en su artículo para The Guardian: «Si nuestra empatía es activada solo para recibir gente que se semeja a nosotros o reza como nosotros, entonces estamos predestinados a repetir el mismo nacionalismo de miras estrechas e ignorante que la guerra promueve».

Si ayudamos a otros debemos hacerlo en base a su humanidad, y no por semejanza de sus pieles, sus ojos, sus coches, sus ropas, su religión… mientras hagamos eso nos embadurnamos en el tribalismo y negamos la universalidad de esa visión de civilización que decimos defender.